Los tres discursos del papa Francisco el sábado 13 de enero fueron un recorrido por la historia de México
En la mañana de ayer, el presidente Peña Nieto mostró al Papa los murales de Diego Rivera que adornan la galería del primer piso que da al patio central del palacio, donde ambos darían sus discursos unos minutos después. Los murales de Rivera cuentan la historia de México y contienen varias alusiones críticas a la Iglesia Católica y a los que rigieron durante siglos los destinos del país, mezcladas con la constante exaltación de los humildes.
El día del Papa que recién comenzaba fue similar a los murales de Rivera: un recorrido por la historia del país que lo recibía.
La historia de México desde la independencia hasta 1930 podría resumirse a un largo conflicto para definir el papel de la Iglesia en la sociedad. En esa lucha perdió la Iglesia muchos de sus privilegios y su poder terrenal, que eran inmensos. Los vencedores se quedaron con el poder, pero en el proceso derrumbaron un puente que comunicaba al gobierno de la nación con un pueblo profundamente católico.
México es hoy un país que enfrenta retos y problemas tan trágicos y conocidos que no hace falta repetir. Y el Papa tuvo ayer la oportunidad de hablar directamente a los que rigen la sociedad —en el Palacio Nacional—, a los que rigen la Iglesia —en su reunión con los obispos en la Catedral Metropolitana— y al pueblo católico —en la Basílica de Guadalupe. Sus discursos a lo largo del día describen el resultado de esa complicada historia, y del papel de cada uno de sus gestores.
A los rectores de la sociedad y a los pastores de la Iglesia les dijo lo que falta por hacer. Para el pueblo católico tuvo palabras de aliento y esperanza.
El día del Papa comenzó en el Palacio Nacional, un sitio donde siempre ha estado el poder en México. Allí estuvo el palacio de Moctezuma II y la casa del Cortez y el palacio de los gobernadores de la colonia y el de los presidentes de México tras la independencia.
En su discurso el Papa evitó insultar a sus huéspedes, pero dejó en claro la esencia de los problemas que enfrenta el país y la abundante cuota de responsabilidad de sus clases dirigentes. Ante la clase rectora de la sociedad mexicana —ante un grupo donde las personas de rasgos europeos eran mayoría—, el Papa fue a la raíz de la catástrofe:
La experiencia nos demuestra que cada vez que buscamos el camino del privilegio o beneficio de unos pocos en detrimento del bien de todos, tarde o temprano, la vida en sociedad se vuelve un terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión de las culturas diferentes, la violencia e incluso el tráfico de personas, el secuestro y la muerte, causando sufrimiento y frenando el desarrollo.
De allí fue el Papa a la Catedral Metropolitana, que se levanta a un costado del Palacio Nacional, para reunirse con los obispos del país. Fue un discurso programático, pero que parte de un análisis crítico de la labor de los pastores, y del testimonio que deben dar desde su vida personal. Y fue un discurso también sobre el destino de México, una lectura alternativa del “laberinto de la soledad” que describió Octavio Paz. Es un texto que debe leerse minuciosamente, pero que tiene dos llamados centrales: renunciar a la alianza con los poderes terrenales y aceptar la transparencia como el modus operandi de la Iglesia:
Sean por lo tanto obispos de mirada limpia, de alma transparente, de rostro luminoso. No le tengan miedo a la transparencia. La Iglesia no necesita de la oscuridad para trabajar. Vigilen para que sus miradas no se cubran de las penumbras de la niebla de la mundanidad; no se dejen corromper por el materialismo trivial ni por las ilusiones seductoras de los acuerdos debajo de la mesa; no pongan su confianza en los «carros y caballos» de los faraones actuales, porque nuestra fuerza es la «columna de fuego» que rompe dividiendo en dos las marejadas del mar, sin hacer grande rumor (cf. Ex 14,24-25).
Tras la visita al Palacio y a la Catedral en el Zócalo, el Papa salió del centro de la ciudad para ir a su centro espiritual: la Basílica de Guadalupe. Como si quisiera volver a hacer énfasis en la historia que recorría ese día, el Papa visitó primero la antigua basílica para ir después al templo moderno, construido en los años setenta, donde se venera hoy la imagen de la Virgen. Tanto el templo como la explanada estaban repletos de gente. Era una multitud distinta a la del Palacio. Menos corbatas y más hábitos, más rasgos indígenas y menos privilegios.
El tono de su homilía también fue muy diferente de los dos discursos del Zócalo. Es un texto sencillo, que apunta al consuelo, a la reafirmación en la fe, a la esperanza:
Al venir a este Santuario nos puede pasar lo mismo que le pasó a Juan Diego. Mirar a la Madre desde nuestros dolores, miedos, desesperaciones, tristezas y decirle: Madre, «¿Qué puedo aportar yo si no soy un letrado?». Miramos a la madre con ojos que dicen: son tantas las situaciones que nos quitan la fuerza, que hacen sentir que no hay espacio para la esperanza, para el cambio, para la transformación. […] Y en silencio le decimos lo que nos venga al corazón. ¿Acaso no soy yo tu madre? ¿Acaso no estoy yo aquí?, nos vuelve a decir María. Anda a construir mi santuario, ayúdame a levantar la vida de mis hijos, que son tus hermanos.
Al final de la misa, el Papa subió a la capilla privada a rezar ante la tilma de Juan Diego. Al girar la imagen hacia la pequeña capilla, por el cristal que habitualmente la protege se veía al Papa rezando ante la Guadalupe. Los fieles comenzaron espontáneamente a rezar en voz alta desde el templo. Es fácil imaginar que rezaban por sus problemas y sus dificultades personales, y que todos, con el Papa, rezaban por el destino de México.