Si te gusta el fútbol o el béisbol, sigues a un equipo. Y claro, quieres que gane siempre. Cuando vas al estadio o te sientas en casa delante de la televisión a ver un partido, quieres que tu equipo gane. Todos y cada uno de los partidos: tú quieres que tu equipo salga victorioso. Ahora bien, hasta el más fanático de los fanáticos deportivos sabe que eso imposible: ningún equipo puede ganar cada choque.
Y no es sólo imposible, sino que tampoco resultaría beneficioso. Si un equipo ganara todos los partidos, a la larga destruiría el deporte que ese fanático adora.
¿No sospecharías que el deporte está manipulado si el mismo equipo ganara siempre? ¿No dejarías de creer en el deporte? Y aunque no hubiese ninguna señal de corrupción, ¿no sería sumamente aburrida esa cadena infinita de victorias de un solo club?
¿Verías béisbol si los Yankees de Nueva York hubiesen ganado todos los partidos y las series desde 1903? (Ya sé que a algunos fanáticos de los Mets no les importaría si los Yankees perdieran cada partido desde el primero de esta temporada hasta el fin de los tiempos, pero eso sería mejor tratarlo en otro artículo.)
La clave aquí es esa diferencia que existe entre el deseo inmediato y constante (que mi equipo gane hoy) y el deseo constante y a largo plazo (que yo pueda siempre disfrutar del béisbol). Lo mismo, por cierto, les sucede a los dueños de equipo. Esa es una de las diferencias esenciales entre el deporte y cualquier otro negocio. Los dirigentes de Apple o Coca Cola estarían encantados de superar a sus rivales en ventas cada trimestre… por el más amplio de los márgenes. Pero los dueños de los Yankees saben que si su equipo ganara todos los partidos a la larga les arruinaría el negocio.
De modo que cualquier fanático del béisbol sabe que aunque es natural querer ganar cada partido, en el fondo no quiere que un equipo (ni si quiera el suyo) venza siempre, porque eso destruiría el deporte que tanto disfruta.
La democracia, en cierto sentido, es como el béisbol. Tú quieres que el partido que apoyas gane cada elección. Nunca llega una elección en la que dices: “Caramba, ojalá que esta vez ganen los que no piensan como yo”. Siempre quieres que ganen los que piensan como tú. Pero, si además de tu partido también te gustan la democracia y la libertad, sabrás que no sería nada bueno que se te cumpliera el deseo de que tu partido ganara cada elección.
La democracia se basa en la noción de que ningún partido, ninguna persona, ningún líder tiene todas las soluciones ni todas las respuestas. Los dos deseos opuestos del fanático del béisbol —que su equipo gane cada partido y que el béisbol siga siendo un deporte emocionante— deben estar presentes también en el corazón de quienes viven en democracia.
No importa cuál sea el partido que prefiera, el ciudadano de una democracia sabe que lo que mejor que le puede suceder a su país es que distintos partidos se alternen en el poder… porque ningún partido tiene todas las soluciones, claro, pero también porque el poder corrompe a cualquier partido y a cualquier líder.
Vivir en democracia requiere una dosis de humildad. Practicar la democracia significa aceptar que a veces tus opiniones podrían estar erradas, y que personas con las que estás radicalmente en desacuerdo podrían tener razón sobre ciertos temas. Y que incluso si no tienen la razón, la inmensa mayoría de ellos son buenos ciudadanos que quieren el bien del país, igual que tú, aunque lo que proponen para lograrlo te parezca desastroso.
Cuando perdemos esa capacidad de aceptar las razones del otro, o al menos escucharlas con respeto, estamos perdiendo la capacidad de vivir en democracia.
Una buena parte del discurso político hoy en los Estados Unidos es esencialmente antidemocrático. Cada bando describe a sus adversarios como personas malevolas, estúpidas o sospechosas de traición. En los corredores del poder se ha hecho habitual el lenguaje soez, tanto entre los de la derecha como entre los de la izquierda.
El lenguaje ofensivo y las extemporáneas amenazas de poner en prisión o encausar judicialmente a los adversarios políticos solo sirven para envenenar y degradar el mundo de la política y la sociedad toda. Apelar constantemente a los más bajos instintos de los votantes no es sólo inmoral, sino también peligroso.
Desde hace años tenemos un país cada vez más dividido, cada vez menos preparado para enfrentar los retos que la sociedad debe superar. Desde el 1 de enero tenemos también un gobierno dividido: los demócratas controlan el Congreso, mientras que los republicanos controlan el Senado y la Casa Blanca.
En esas condiciones, para lograr cualquier cosa se necesita el diálogo, la negociación. Pero las tensiones y los encontronazos entre la presidenta del Congreso Nancy Pelosi y el presidente Donald Trump cada vez parecen más una riña de niños caprichosos. Mientras tanto, 800,000 trabajadores federales han pasado más de un mes sin recibir sus salarios debido al cierre parcial del gobierno.
Como los fanáticos del béisbol, nuestros funcionarios electos tienen que darse cuenta de la diferencia entre querer ganar cada partido y lo que beneficia al deporte. Ya es hora de que se comporten como adultos elegidos para dirigir el país más influyente de la Tierra. Es hora de que se den cuenta de que sus egos y sus partidos no son más importantes que el futuro del país y el presente de quienes los eligieron.