TRAS 120 DÍAS DE PROTESTAS y represión y más de 120 muertes, el pasado domingo 30 de julio, al filo de la medianoche, Tibisay Lucena, presidenta del Consejo Nacional Electoral, leyó los nombres de los delegados elegidos a la asamblea constituyente de Venezuela. Podría decirse que estaba anunciando el nacimiento oficial de una dictadura o la declaración de guerra civil al pueblo venezolano.
Los principales países del hemisferio han condenado esta constituyente. Estados Unidos, México, Colombia, Perú, Brasil, Chile y Argentina han expresado su condena. Lo mismo han hecho la Comunidad Europea y España. Hasta el sitio chavista Aporrea.com ese día publicó un artículo con este título: “Chavismo Crítico llama a Cacerolazo Nacional previendo «anuncio no imparcial del CNE sobre la jornada electoral»”.
La constituyente de Nicolás Maduro es inaceptable por numerosas razones. En primer lugar, porque —a diferencia de Chávez en 1999— Maduro no convocó a un plebiscito para consultar a los votantes si querían una nueva constitución y si aceptaban la metodología para la elección de los constituyentes.
De modo que la creación de la nueva constitución ha sido decretada por un individuo y la metodología para elegir a quienes la escribirán también. Y lo ha hecho tras negarse por más de un año a celebrar las elecciones parciales de 2016 e impedir ilegalmente la celebración del referendo revocatorio. Sí, tienen razón los que dicen que el golpe de estado —incubado desde que los chavistas perdieron las elecciones legislativas— acaba de consumarse en Venezuela.
Los “diálogos” de Maduro
Aunque se negó a hacer las elecciones que prescribía la Constitución que acaba de degollar, Nicolás Maduro ha hecho repetidos llamados al diálogo y la reconciliación en el último año. Son palabras esas que en su boca tienen una extraña connotación.
Desde la década del setenta del siglo pasado hemos asistido a procesos de diálogo y reconciliación históricos: el de España al final del franquismo, el de Polonia al final del comunismo, y el de Sudáfrica al final del apartheid.
En esos procesos piensan muchos cuando escuchan a Maduro ahora llamar al diálogo. Nada más erróneo. Los diálogos de España, Polonia y Sudáfrica tuvieron dos características comunes definitorias: 1. un gobierno que había perdido la legitimidad o el apoyo popular; y 2. un marco legal —definido décadas antes por ese mismo poder— que no permitía la salida pacífica de la situación.
El diálogo en aquellos tres casos fue la manera que tuvo el gobierno para reconocer que no tenía legitimidad ni apoyo y abrir una vía para hacer los cambios legales necesarios que permitieran devolver el poder al pueblo o a sus representantes electos.
Es evidente que en Venezuela el gobierno ha perdido el apoyo popular: solo el 20% de electorado apoya a Maduro. Y en las más recientes elecciones celebradas, las parlamentarias del 2015, el chavismo perdió abrumadoramente.
El desastre económico y social en el que el chavismo ha hundido a Venezuela lo han hecho perder millones de partidarios. Las numerosas y flagrantes violaciones de la Constitución lo han hecho perder la legitimidad. En eso se parece a los tres casos que citábamos antes.
Ahora bien, la Constitución de Venezuela, aunque fue hecha por una mayoría chavista justamente a su medida, sí ofrece una vía legal para la salida de Maduro del poder. Lo que sucede es que Maduro, tras el desastre de las elecciones parlamentarias de 2015 —y sabiéndose condenado a perder cualquier elección que realizara— decidió no celebrar más elecciones. El gobierno, violando la Constitución, se negó a celebrar el referendo revocatorio y las elecciones parciales de 2016. Y ahora, también ilegalmente, acaba de derogar la Constitución de 1999.
De modo que cuando Maduro convoca a un diálogo no es para buscar una vía legal de entregar un poder que ya no le pertenece, sino por el contrario, lo que busca es una justificación para las ilegalidades que comete a diario para perpetuarse en el poder. Para Maduro y sus aliados el “diálogo” es una mera táctica para ganar tiempo. Bajo ese presupuesto, dialogar es inmoral.
Varios ex presidentes latinoamericanos y uno español, así como la Santa Sede, han participado como mediadores en diálogos anteriores entre el gobierno y la oposición. El continuo incumplimiento de los acuerdos por parte del gobierno, y finalmente la decisión de Maduro de escribir una nueva constitución más a su gusto, convencieron a los mediadores de la inutilidad de sus esfuerzos. Las declaraciones de los ex presidentes y de la Santa Sede en los últimos meses confirman esa decepción.
La Conferencia Episcopal Venezolana ante la crisis
Venezuela está viviendo una larga pesadilla que —además de los problemas mencionados hasta aquí— incluye una escasez generalizada, una inflación de vértigo, un nivel de delincuencia que implica que salir de noche sea una decisión suicida y una corrupción más profunda que los pozos de petróleo venezolanos.
En medio de la crisis, los obispos han denunciado, con serenidad y firmeza a veces heroicas, cada uno de los males que aquejan a su pueblo. La reacción del gobierno —desde los tiempos de Chávez— ha sido la calumnia, el acoso mediático y, a veces, físico. La petición al Vaticano de servir como mediador llevaba también la intención de ningunear a la Iglesia local. Nada ha hecho retroceder a los obispos venezolanos, cuya influencia y prestigio han crecido a medida que el gobierno se hunde.
El resultado
Lo que ha sucedido el domingo 30 de julio es la clarificación de las opciones que el gobierno de Maduro ofrece al pueblo venezolano: doblegarse ante la imposición de una dictadura corrupta con un proyecto vagamente comunista (pero claramente totalitario), o seguir reclamando sus derechos en una confrontación que cada vez cuesta más vidas y cada vez se parece más a una guerra civil. Y es difícil pensar que el pueblo, que sigue en pie tras más de 120 días de protestas y más de 120 muertos, vaya ahora a aceptar convertir en mandatario vitalicio al presidente más inepto de la historia de Venezuela.