Entrevista

Monseñor Cisneros: “Pasé unos días muy difíciles”

Monseñor Octavio Cisneros acaba de vivir una dura prueba. El Obispo Auxiliar y vicario de Asuntos Hispanos de la Diócesis de Brooklyn viajó a Cracovia, Polonia, para la Jornada Mundial de la Juventud que se celebraría del 25 al 31 de julio. Al otro día de su llegada debió ir al hospital con un ataque de vesícula. Su verano polaco duró casi cincuenta días de hospitalización e incluyó dos operaciones quirúrgicas.

“NUNCA ME SENTÍ TAN SOLO”, dice en una bella mañana de otoño, mientras conversamos en la rectoría de la parroquia del Divino Niño, en Richmond Hill, Queens. Con su bondad habitual, aclara que en el hospital todos lo trataron con suma cortesía y profesionalismo. “El problema era estar tan lejos de los míos”.

Este es el relato que nos hizo de su experiencia:

Monseñor Cisneros: Yo pasé unos días muy difíciles en Polonia. Físicamente difíciles por la enfermedad y las operaciones a las que fui sometido. Difíciles desde el punto de vista emocional y, podríamos decir que también espiritual, por estar allí tan solo. Solo no porque no hubiese personas, pues me trataron con mucho cariño, con gran diligencia. Sino solo porque no tenía a las personas que conviven conmigo, las personas de la diócesis, de la parroquia, mis amigos sacerdotes y laicos.

Uno se siente muy solo al no poder tener alrededor suyo a sus seres queridos. El inmigrante sabe eso muy bien, el pueblo de la Diócesis de Brooklyn conoce eso muy bien, porque cuando uno deja a su familia en su país para venir y buscar una nueva vida, se siente tan solo, se siente tan fuera de su sitio. Va más allá de un sentimiento de nostalgia o de extrañar a los suyos. Y yo me encontré en esa realidad.

dsc_0065
Monseñor Octavio Cisneros con su báculo, que tiene una imagen de la Virgen de la Caridad, Patrona de Cuba. Foto: Jorge I. Domínguez

Monseñor Cisneros es un hombre de amores multitudinarios. Es raigalmente cubano, pero para él, como decía José Martí, “patria es humanidad”. Eso lo saben bien los fieles de la Diócesis que vienen de todos los rincones del mundo, y que han visto su desvelo de pastor.

Su profunda devoción por la patrona de Cuba, Nuestra Señora de la Caridad, no disminuye su aprecio por las otras advocaciones latinoamericanas. Los mexicanos le agradecen haber sido impulsor de la celebración de la Guadalupe en Brooklyn. Los dominicanos saben de la pasión con que habla de la Altagracia, los puertorriqueños lo han escuchado predicar con devoción de la Divina Providencia. Él repite su explicación: “Es que la Virgen es una sola”.

Y enseguida comienza a hablar del apoyo que recibió durante su enfermedad:

Monseñor Cisneros: Las oraciones de todos los feligreses de la diócesis, los amigos, fueron para mí un verdadero consuelo, un apoyo, una fuente de gracia.

Ya sean las dificultades físicas o las dificultades emocionales por las cuales pasé, ese sentido de unión conmigo —yo recibía constantemente notificaciones de que estaban rezando por mí en la diócesis, tal grupo, tal parroquia, tales amigos— era para mí un apoyo, un consuelo. ¡Era para mí una fuerza! Era saber que yo no estaba solo.

Creo que no hay santo en el cielo que no haya recibido una petición para monseñor Cisneros, especialmente nuestra Santísima Madre la Virgen María. Las enfermeras me decían —en una mezcla de inglés y polaco— que rezaban por a Nuestra Señora de Częstochowa. Pero yo estoy seguro que Nuestra Señora, en la advocación de Guadalupe o de Altagracia, de Nuestra Señora del Cisne, de Caacupé y, especialmente, de la Virgen de la Caridad del Cobre, también recibieron más que un toquecito. También recibieron un fuerte golpe en la puerta para interceder por este siervo, este ministro de Dios.

Y termina nuestra conversación con un agradecimiento muy especial.

Monseñor Cisneros: No puedo dejar de mencionar que durante toda mi enfermedad en Polonia, que fueron casi 50 días, casi dos meses, estuvo conmigo el obispo auxiliar de Brooklyn, monseñor Witold Mroziewski. Él era para mí la presencia de todos ustedes, de todos los feligreses de la diócesis, de todos mis hermanos obispos y mis hermanos sacerdotes. Él estuvo allí, sentado frente a mí, muchas veces sin hablar. Simplemente con su presencia me decía: «Estamos aquí, la diócesis está contigo, yo estoy contigo»”.

Eso fue para mí una fuente de gracia, de esperanza, de ayuda y de fortaleza para sobrellevar la cruz que el Señor en ese momento me había destinado.