Cuando un ser querido se nos va, la familia está ansiosa de conservar los últimos recuerdos. Quieren saber qué dijo y qué hizo en sus últimos días. Nosotros, los seguidores de Cristo, tenemos la bendición de tener todo un testamento de los últimos hechos y palabras de Jesús, antes, durante y después de su muerte.
Nuestra Iglesia dedica una semana, la Semana Mayor, a rememorar los últimos pasos de Jesús, con meditaciones y lecturas bíblicas enmarcadas en ritos litúrgicos. Empieza con el Domingo de Ramos. Acudimos a buscar el ramo bendito para llevárnoslo a la casa con la certeza de que una bendición especial nos acompañará todo el año. Las lecturas del día nos relatan la entrada de Jesús a Jerusalén montado en un burrito mientras la gente lo aclama con los ramos de la victoria. El Viernes Santo, esta misma gente va a pedir que lo crucifiquen. ¡Cómo somos! Un día aclamamos a Dios, otro día lo traicionamos.
El lunes, martes y miércoles Santo seguimos acompañando a Jesús. Podemos ir con Él al pueblo de Betania, muy cerca de Jerusalén, entrar a la casa de Marta, María y Lázaro (Juan 12.1-11) y sentarnos a la mesa con ellos. Con María, podemos enjuagar los pies de Jesús con el perfume fino de nuestras vidas, renunciando a aquello que más nos duele, que no queremos soltar. Y ¡cuidado! que Judas está allí y se queja de que el dinero invertido en el perfume podría darse a los pobres. La amargura del corazón da lugar a infidelidades.
Podemos sentarnos con Jesús y sus discípulos y escucharlo decir con tristeza que alguien lo va a traicionar y que otro lo va a negar. ¿Seré yo, Señor? El Sacramento de la Confesión nos espera. Confiemos como Pedro en su gran misericordia.
El jueves, viernes y sábado son días cumbres. Nuestra Iglesia los ha llamado el Triduo Pascual. El Jueves Santo nos reunimos alrededor del Altar, con un corazón agradecido, a conmemorar la Última Cena y recordar el testamento de amor que nos ha dejado el Maestro. El sacerdote celebrante lava los pies de doce personas ejemplificando lo que Jesús hizo para enseñarnos que mar es sinónimo de servir: “Si yo, siendo el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros” (Juan 13,14).
Para que tengamos fuerza para cumplir su mandato de amor nos ha dejado el alimento, la herencia de la Eucaristía y sus sacerdotes: “Tomó el pan y dando gracias lo partió y lo dio diciendo: ‘Esto es mi cuerpo, el que es entregado por ustedes. Hagan esto en memoria mía’” (Lucas 22,19). Continuamos la noche en vigilia, acompañando a Jesús en el Huerto de los Olivos, adorándolo con nuestros hermanos en la capilla de nuestras iglesias.
En silencio, acudimos el Viernes Santo a la iglesia a escuchar la Palabra, a pedir misericordia para nosotros y para otros, a adorar la Cruz y a alimentarnos de la Eucaristía. Caminamos la Vía Dolorosa con Jesús en el Vía Crucis uniendo nuestras dolencias, pruebas y sufrimientos a los de Él; acompañamos a María al pie de la Cruz y allí con ella aprendemos que aunque no entendamos el porqué del sufrimiento, debemos confiar con nuestros ojos fijos en la Cruz. La noche del sábado nos trae una gran noticia. Empieza la celebración de la Vigilia Pascual. Las lecturas del Antiguo Testamento, leídas en la oscuridad, pero bajo la luz del Cirio Pascual, recuentan las historias del amor de Dios para su pueblo. Con el Gloria, las luces, aleluyas, campanas, flores y lecturas del Nuevo Testamento se anuncia en la Santa Misa con gran júbilo que Cristo ha vencido la muerte.
El Domingo de Resurrección la Iglesia está de fiesta. La Palabra proclama que la tumba está vacía, que Jesús ha resucitado. Como los primeros discípulos, quizás nos sintamos todavía tristes y defraudados por los Viernes Santos de nuestras vidas. Con María Magdalena, sequémonos nuestras lágrimas, mirémoslo a Él, identifiquemos su presencia en medio de todos los eventos de nuestras vidas, corramos y anunciemos: “¡He visto al Señor!”.