Columna del editor

La cuaresma

AL INICIO DE SU TESTAMENTO, hablando de su experiencia de conversión entre los leprosos, cuenta San Francisco de Asís: “El Señor me dio de esta manera a mí, fray Francisco, el comenzar a hacer penitencia: porque, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y al apartarme de ellos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulcedumbre del cuerpo y del ánima; y poco después salí del siglo”.

“Salí del siglo”, dice el santo de Asís como quien dice “salí de casa” o “salí de la escuela”. Dejaba así el siglo XIII de la historia para adentrarse en el servicio de sus hermanos.

“Huir del mundo” era otra frase que se usaba antaño para hablar de quienes renunciaban a las preocupaciones terrenales para entregarse a Dios. La frase era un reflejo del pasaje del Evangelio de San Juan en el que Jesús dice: “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Su fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo”. (Jn, 15,18-19)

“Salir del siglo”, como dice San Francisco, era dejar las cosas del mundo para entregarse a Dios, era entrar en el convento. “El siglo”, el tiempo, era preocupación mundana.

Cuando uno se entregaba a Dios estaba dejando el tiempo humano para ocuparse de los asuntos de la eternidad.

Giotto_-_Legend_of_St_Francis_-_-02-_-_St_Francis_Giving_his_Mantle_to_a_Poor_Man
Foto: commons.wikimedia.org

Casi ochocientos años después de escritas esas palabras, sería inexacto decir que los laicos vivimos “en el siglo”. En los últimos doscientos años, la velocidad del transporte y el desarrollo de los medios de comunicación han multiplicado nuestras ansias de actualidad. Podría decirse que los que antes vivíamos “en el siglo” vivimos hoy “en el instante”.

Y sin embargo, nuestro “negocio” siguen siendo los negocios del alma. Nuestro “negocio” es la eternidad. La Cuaresma, como sabemos, son los cuarenta días que preceden a la Semana Santa. Cuarenta días que evocan los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto antes de comenzar su vida pública; y los cuarenta años que el pueblo de Israel pasó en el desierto antes de entrar a la tierra prometida.

La Cuaresma no es mero preludio de la Semana Mayor, sino es el tiempo de preparación para celebrar el misterio central de nuestra fe. La Cuaresma es una invitación a “salir del siglo” para ocuparse un poco más de las cosas del alma.

Vivimos presos de una inmediatez obscena, de una actualidad ramplona y obsesiva, que pretende satisfacer con chismes y tragedias nuestra curiosidad morbosa. El ruido de las noticias y las imágenes nos va encerrando en un presente sin significado distinguible.

Es imposible pensar en el pasado y aprender de él, o planificar el futuro, si la obsesión del siglo —del instante— no nos permite escapar del presente. El recuerdo y la esperanza distinguen al ser humano del resto de las especies.

La Cuaresma es una invitación a salir del presente para contemplar el pasado con los ojos de la consciencia y mirar el futuro con los de la fe. Estos cuarenta días “en el desierto” deberían servirnos para vencer nuestra adicción al presente.

La vida del cristiano tiene dirección y brújula. La Cuaresma es el tiempo de rectificar el rumbo, de comprobar las coordenadas. Ese proceso requiere tiempo y silencio, soledad y quietud. Requiere salir del siglo, escapar del instante, poner los ojos en la eternidad.

En el testamento que citamos al inicio, San Francisco, al explicar su “salida del siglo”, nos dice que el Señor le concedió “comenzar a hacer penitencia: porque, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos”. Y luego añade: “el Señor me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos”.

La salida del siglo, la mirada hacia la eternidad, va acompañada también por la penitencia y los actos de misericordia.

En décadas pasadas se hizo insistencia en el exceso de formalismo de nuestras prácticas cuaresmales. Pero el ayuno y la penitencia no son reliquias de otros siglos. Y la práctica de la misericordia tampoco terminó “su temporada alta” con el fin del Jubileo Extraordinario.

Las preocupaciones legítimas por el sustento de la familia, el bienestar de los hijos, la escuela o la salud, no se detienen con la Cuaresma. Pero mucho hay en nuestras vidas que no es urgente ni necesario. Mucho hay que podemos posponer para ocuparnos por un tiempo de revaluar nuestros actos, nuestra manera de ver el mundo y de actuar cada día.

El cristiano está llamado a diferenciar lo esencial de la hojarasca; lo super uo de lo imprescindible. Todos vivimos bajo la tentación de lo superficial y lo inmediato. La búsqueda —y el encuentro— de lo esencial no se produce por casualidad.

La Iglesia nos invita a hacerlo cada Cuaresma; Dios nos dará la gracia de lograrlo; pero somos nosotros quienes debemos abrir la puerta para salir del siglo y sus desvelos; y ocuparnos por una semanas de la eternidad.