En 2003, cuando el escándalo por los abusos sexuales cometidos por clérigos en Estados Unidos estaba en su punto más crítico, un sacerdote amigo, proveniente de América Latina y de visita en Nueva York en esos días, me hizo un comentario que aún recuerdo: “Nosotros escuchamos las noticias sobre esos escándalos en Estados Unidos y no entendemos cómo algo así puede suceder”.
El mensaje era claro: los abusos sexuales sólo sucedían en la Iglesia americana; era algo tan raro y único que en otros países ni siquiera se podía entender.
Quince años más tarde, a principios de mayo de este año, en una reunión con el Papa en el Vaticano, los 32 obispos en activo de la Conferencia Episcopal de Chile ofrecieron su renuncia. Es un caso sin precedentes. Y es el resultado de una larga y escandalosa historia de abusos sexuales, encubrimiento, esfuerzos por silenciar a las víctimas e indiferencia ante los crímenes cometidos por miembros del clero y ante el sufrimiento de los menores abusados por ellos.
Como es sabido, el origen del escándalo actual está en el nombramiento de Mons. Juan Barros como obispo de Osorno, una diócesis del sur de Chile. Osorno había estado en el círculo íntimo del padre Fernando Karadima, quien había sido condenado ya por el Vaticano, durante el pontificado de Benedicto XVI, por abusar sexualmente de menores.
Varias víctimas de Karadima habían acusado a Barros de haber conocido —y ocultado— los crímenes de su mentor. Al anunciarse su nombramiento como obispo de Osorno en enero de 2015, treinta sacerdotes y diáconos de la diócesis escribieron una carta pública al Nuncio en Chile para rogarle que reconsiderara la decisión. Casi la mitad de los parlamentarios chilenos escribieron otra carta al Papa con la misma petición.
Las razones de las cartas —y de las protestas que abundaron a inicios de 2015 y hasta en la toma de posesión— eran las mismas: las acusaciones que pesaban sobre Barros lo hacían un candidato inadecuado y le impedirían cumplir su función episcopal.
Tres años más tarde, durante su visita a Chile en enero pasado, al ser preguntado nuevamente por el caso, el Papa defendió a Barros: “No hay una sola prueba en contra, todo es calumnia”. La reacción de la opinión pública ante la frase dominó los titulares de la visita.
Dos semanas después de su regreso a Roma, el Papa ordenó otra investigación del caso chileno. Tras recibir un dossier de 2300 páginas sobre el caso, la actitud del Santo Padre cambió radicalmente. Invitó al Vaticano a las tres víctimas más conocidas de Karadima. Escribió una carta a los obispos de Chile en la que decía: “Ya desde ahora pido perdón a todos aquellos a los que ofendí y espero poder hacerlo personalmente, en las próximas semanas, en las reuniones que tendré con representantes de las personas entrevistadas”.
Y luego agregaba: “He incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción de la situación, especialmente por falta de información veraz y equilibrada”.
Ese fue el preludio de la renuncia en masa de los obispos de Chile. Una vez más, con un gesto sorprendente, el Papa ha logrado cambiar el tono de la conversación. Se espera ahora un proceso para superar la crisis que será, necesariamente, largo y complejo.
Mucho está en juego: el futuro de la Iglesia chilena, la capacidad de esa iglesia de cumplir eficazmente su misión, el pontificado mismo del papa Francisco. Pero sobre todo está en juego la dignidad de muchas víctimas, y la integridad de quienes podrían ser víctimas en el futuro si no se rectifica el rumbo.
¿Quiénes son los responsables de que el Papa no recibiera “información veraz y equilibrada”? ¿Qué hay que hacer para que algo así no se repita? ¿Cómo puede la Iglesia en Chile rectificar el rumbo cuando tantos de sus líderes han quedado marcados por esta crisis?
La Iglesia en Estados Unidos ha recorrido un largo camino desde los escándalos de 2002. La experiencia acumulada en estos años debería ser transmitida para ayudar a otros a evitar este calvario que a veces parece infinito.
La Diócesis de Brooklyn desde hace años estableció una política de cero tolerancia con respecto al abuso sexual. Las acusaciones contra miembros del clero se reportan a las autoridades competente y todos los empleados y voluntarios que trabajan en las parroquias y las instituciones de la diócesis deben entregar sus antecedentes penales y participar en cursos en los que se los entrena para prevenir y combatir el abuso sexual de menores.
La actitud del episcopado chileno en cada paso de esta crisis —desde las primeras acusaciones contra Karadima hace treinta años hasta los casos que han salido a la luz después de la reunión con el Papa en Roma— demuestra todo lo que queda por hacer.
No pensemos ahora —como pensaba aquel sacerdote de 2003— que se trata de la Iglesia americana o de la iglesia chilena. El problema puede darse en cualquier país. Urge la implementación de políticas de cero tolerancia en cada Iglesia local; y urge aprender de las dolorosas experiencias pasadas para evitar la cadena de tragedias que se avecinan si no hay un cambio radical en la actitud con que se abordan las acusaciones, el trato a las víctimas e incluso la manera en que estas crisis se dirimen en público.
Los resultados del reciente plebiscito en Irlanda para la legalización del aborto ha sido han sido una tragedia. Habría que analizar en qué medida la pérdida de autoridad moral de la Iglesia en Irlanda a raíz de los escándalos de abuso sexual en las últimas décadas fue el detonador de la aprobación del aborto en ese país. El mensaje en defensa de la vida se debilita cuando salen a la luz los abusos de menores. Nadie creerá la pasión con que se defiende a los niños no nacidos si no se muestra la misma pasión en defensa de los niños abusados sexualmente. Toda la acción evangelizadora de la Iglesia queda en entredicho ante las revelaciones de los abusos sexuales y la ocultación o tolerancia de los mismos.
Al ser elegido como sucesor de San Pedro, el papa Francisco trajo una ráfaga de aire fresco a una Iglesia en crisis. Aunque el papa Benedicto XVI había hecho de la lucha contra el abuso sexual una de las prioridades de su pontificado, fue el papa Francisco quien con su estilo cercano y sencillo, logró cambiar el clima tóxico provocado por los escándalos en Estados Unidos e Irlanda en la primera década de este siglo.
El caso chileno ha vuelto a poner en la palestra el tema doloroso y terrible del abuso de menores. Los próximos meses podrían marcar el rumbo de la Iglesia por décadas, y podrían también decidir como será valorado el pontificado del papa Francisco. El Papa ha demostrado su capacidad para rectificar el rumbo y lograr, con gestos y palabras, que su mensaje cale en los corazones de los fieles católicos y resuene en los medios de comunicación, incluso los menos favorables a la Iglesia. El reto presente es enorme y —por diversas circunstancias— será él quien lo enfrentará frontalmente.