NUEVA YORK—. No hay en los cinco continentes un lugar donde no se haya oído mencionar el 11 de septiembre de 2001 o donde las imágenes del mayor ataque terrorista en la historia no hayan sido la portada de los rotativos y la nota principal en los noticieros.
Han pasado 17 años y todavía el recuerdo de lo ocurrido estremece incluso a quienes no tienen ningún amigo o familiar a quien llorar por causa de esta tragedia. Ni qué decir de aquellos para quienes este hecho tristemente no ha pasado a ser noticia de ayer.
Carlos Toledo Gutiérrez nació hace 48 años en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) y ha vivido los últimos 23 años en Nueva York. En 2001 era indocumentado y —créalo o no—, era el chef del restaurante para empleados de Trump Tower, en Columbus Circle, y de The Mercer Kitchen, un restaurante de lujo.
Mientras trabajaba allí, Giam Gamboa, un amigo suyo que era manager de Ogden Entertainment, el operador privado de Top of the World, un mirador en el último piso (107) de la torre sur, donde había una tienda de recuerdos y un café, le ofreció trabajo de medio tiempo. Así fue como Carlos, dos de sus sobrinos y otro amigo terminaron trabajando en las famosas torres gemelas.
Las evacuaciones por supuestas amenazas de bomba eran frecuentes, recuerda Carlos, quien con cada una de ellas se desanimaba un poco más con su trabajo. Sin embargo, ni en el más pesimista de los pronósticos se hubiera imaginado que pocos meses después veinticinco de sus compañeros morirían y solo él y el encargado de preparar las pizzas saldrían con vida.
Seis días antes de la tragedia Carlos había hablado con Giam porque quería renunciar. “Me dijo: ‘no te vayas ahora. Te necesito porque hay mucho trabajo. Espera que regrese de vacaciones, que el martes me voy para Ecuador’”, relata Carlos.
Dicen que nadie se muere en la víspera, y en el caso de Carlos tener un día libre, tras haber trabajado la noche anterior hasta la madrugada en una fiesta privada de una famosa modelo, fue lo que cambió su destino.
Sentado frente a mí en un café de Columbus Circle Carlos me cuenta su historia mientras revive poco a poco su angustia. Aquel martes 11 de septiembre aún dormía cuando sintió que Walter, un amigo del piso de arriba, zapateaba duro para saber si él estaba en casa o no. En esa época aún los celulares no eran el accesorio imprescindible que son ahora.
Tras su insistencia, Carlos se asomó a la puerta y Walter le dijo alarmado que mirara en la televisión lo que pensaba era un incendio en una de las torres gemelas.
Cuando ya todo el mundo confirmaba en vivo que no se trataba de un incendio ni un accidente aéreo sino de un atentado terrorista, Carlos vio desde su ventana el espeso humo que por 17 minutos había estado saliendo de la torre norte. El segundo avión acababa de impactar en la torre sur y como él, el mundo entero entendió que nada volvería a ser igual.
“¿Será que mis sobrinos llegaron a entrar?”, era lo que le preocupaba a Carlos, quien enseguida llamó a su cuñada, quien le confirmó que en efecto ellos ya habían salido hacia el trabajo.
A su mente vino la imagen de su mamá y de inmediato corrió hacia las cabinas telefónicas más cercanas para llamarla a Bolivia. Luego de varios intentos finalmente escuchó su voz. “¡Mamá estoy bien!”, fue todo lo que Carlos alcanzó a decir antes de que se cortara la comunicación.
Las torres terminaron desplomándose del calor abrazador de las llamas y el daño en la estructura tras el impacto de las aeronaves cargadas de combustible. Aviones caza sobrevolaban Nueva York, y en medio de la desesperación y la incertidumbre la gente temía la explosión de una guerra en suelo americano, no en las lejanas tierras del Medio Oriente.
Era mediodía cuando Walter y Carlos se acordaron de Giam, así que llamaron a su mamá para saber de él. Ella les dijo que Giam, su único hijo, volaba hacia Ecuador en la noche y había aprovechado la mañana para ir al trabajo y entregar los cheques a los empleados, pues no quería que pasaran dificultades mientras él disfrutaba de sus vacaciones.
En medio del caos, y con su foto en la mano, Carlos y Walter lo buscaron en los hospitales, sin obtener noticias de él.
Las comunicaciones colapsaron y suspendió el transporte público. Ese día los neoyorquinos tuvieron que volver a casa caminando y aunque agotados del cansancio felices de poder abrazar a los suyos. Fue la primera de tantas noches de vigilia y Carlos la recuerda muy bien, porque vio a sus sobrinos regresar a salvo. “
A medida que pasaban las horas, entendíamos más la intensidad de lo sucedido”, dice. Aunque las noticias aún no reportaban si las evacuaciones habían sido efectivas, lograron hablar con un compañero que les dijo: “Vi el incendio de la otra torre y bajé, pero Giam se quedó”.
Cualquier emigrante sabe que cuando la familia está lejos, los amigos se convierten en los seres más cercanos. Walter, Carlos y Giam asistían a la misma iglesia evangélica en Jackson Heights y por años fortalecieron una amistad a prueba de todo. “Giam subió y nunca bajó”, dice Carlos con la voz entrecortada y lágrimas que se empeña en ocultar.
“Al día siguiente todos parecían zombies, las noticias seguían repitiendo prácticamente lo mismo una y otra vez. Estábamos en shock sin saber qué hacer”, recuerda Carlos.
El día de Acción de Gracia de ese año, al llegar a su trabajo en The Mercer Kitchen su jefe le informó que debían despedir a todo el equipo ya que por falta de clientes atravesaban momentos difíciles. Ahora, además de deprimido, estaba desempleado.
Se fue a caminar hacia la Zona Cero, y en uno de los primeros perímetros donde el paso era restringido mostró su carnet y pidió que lo dejaran acercarse para orar. Al llegar al Federal Plaza, que era el lugar hasta el que permitían llegar a quienes no eran rescatistas, comenzó a orar y a los pocos minutos alguien le dijo: “¡estás vivo!” —era el encargado de hacer las pizzas.
Fue bueno ver una cara conocida y de paso enterarse que a pocos pasos el gobierno gestionaba ayudas para los damnificados. Las filas eran eternas, pues muchos habían perdido sus trabajos en el World Trade Center. “Escuché tantas historias, y en ese momento algo como una lucecita se encendió y entendí que era afortunado de estar vivo, aunque no tuviera nada”, dice Carlos.
Esa noche no volvió a casa con las manos vacías pues en la ventanilla le habían dado $500. “Yo lloraba como un niño porque no tenía nada”, recuerda.
Los dos años siguientes fueron tan difíciles que su mamá vino a cuidarlo pues no podía dormir bien, tenía pesadillas en las que siempre estaba en los elevadores. “Tal vez porque siempre corría para llegar a un elevador y me bajaba en el piso 77 para tomar otro elevador expreso hasta el piso 107”, dice Carlos, quien tardó diez años para regresar al lugar donde se encontraban las torres.
Regresó años después, cuando abrieron One World Observatory, y pese a estar con amigos la sensación de tristeza volvió. Mientras otros visitantes se retrataban en el mirador y disfrutaban la vista, él y sus amigos lloraban.
Actualmente Carlos trabaja cerca de Columbus Circle, aunque no de chef, pues nunca más volvió a estos menesteres. Se le ve feliz pese a haber perdido tanto en tan poco tiempo, pero es justamente el tiempo el que ha curado sus recuerdos tristes. Su historia es una de las miles que empezaron aquella trágica mañana cuando el mundo fue testigo de escenas de horror que parecen escapadas del más absurdo cine apocalíptico.