“¿CUÁL ES TU SANTO PREFERIDO?”,le preguntaron a unos niños en el catecismo. La pregunta formaba parte de la lección sobre los santos. Las respuestas eran numerosas, sorprendentes y llamativas. Con tantos santos como tiene la Iglesia, era fácil escoger. San Roque, por el perrito. Santa Lucía, porque cura los ojos. San Miguel, por las ferias del pueblo. San Antón, por el cerdito. San Mateo, por las corridas de toros. Ninguno eligió a Dios. ¿Es que no es santo? ¿Qué nos dice la Biblia?
Ana, la madre del profeta Samuel, exclamaba alborozada: “¿Quién es santo como Yahvé?” Pero, ¿qué significa santo? Originalmente la palabra santo tiene un doble significado: “separación” (de lo profano) y “pureza” (cerca de lo sagrado). Según la concepción antigua, la santidad es una fuerza misteriosa relacionada con el culto.
En el primitivo Israel, ciertos objetos, lugares, tiempos y personas eran la parte visible de la santidad. Las vestiduras rituales de los sacerdotes estaban cargadas de esa fuerza misteriosa. No podían utilizarse fuera del culto. Eran sagradas o santas. En el momento tan trascendental de la ceremonia de la alianza, Moisés recibe una orden: “Que purifiquen hoy y mañana; que laven sus ropas”. En principio no parece tener mucho sentido el lavado con la gran ceremonia, pero sí cuando se relaciona con la santidad de Dios. Ya en los tiempos del desierto se vivía lo excelso de la santidad de Yahvé.
Los objetos empezaban a ser santos cuando se les sustraía de lo profano y se los reservaba a la divinidad.
El aceite de uso doméstico era al distinto de las unciones rituales. Las ofrendas de corderos asados pertenecían a lo sagrado y solo podían comerlos los sacerdotes del templo. Santos son los lugares donde habita la divinidad. Los patriarcas visitan con devoción sencillos santuarios que eran lugares sagrados. Moisés tiene que quitarse las sandalias. Santa era la tienda donde se guardaba el Arca de la Alianza. Santo era en el templo de Jerusalén el “santo de los santos”. Jerusalén es santa porque allí Dios se manifiesta. Son santos los lugares donde Dios habita.
Los días consagrados a Yahvé son santos, como el sábado y las grandes fiestas.
Ante Yahvé, Abraham se siente presa de terror. Job enmudece. Moisés y Elías se cubren el rostro. Isaías en su visión se siente perdido. Daniel desfallece rostro en tierra. La gente se pregunta: “¿Quién puede subsistir ante Yahvé, ese Dios santo?”
Después de encontrar su salvación cruzando milagrosamente el Mar Rojo el pueblo entona entusiasmado: “¿Quién como Tú, glorioso y santo?”
Entre los profetas, la santidad de Dios toma un aspecto moral. Él está por encima de lo injusto o deshonesto. En sus oráculos defienden la justicia y el derecho. El Santo de Israel es profanado por las iniquidades de su pueblo. Donde mejor ha entendido el pueblo la santidad de Dios es en el culto del templo. Los salmos no se cansan de celebrarla: “Al son del arpa y con la cítara te entonaré salmos, oh Santo de Israel.”
María, en el Magnificat, proclama la santidad de Dios: “El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí: ¡Santo es su Nombre!” Los Seres Vivientes del Apocalipsis repiten día y noche: “Santo, santo, santo es el Señor Dios, el Dueño del universo”.
¿También usted proclama la santidad del Altísimo?