En los años 80 el gran desafío era la teología de la liberación. Tocaba un tema decisivo: la redención y, con ello mismo, la relación fe y caridad, anuncio del Kerygma y promoción humana. La utilización por parte de algunos teólogos del análisis marxista, por entonces tenido como único sistema de explicación científica del mundo, complicó el panorama teológico y pastoral hasta el punto de obligar a la Congregación para la Doctrina de la fe a intervenir con dos documentos fundamentales: Libertatis Nuntius (1984) y Libertatis Conscientia (1986). Pero el fin de los grandes relatos idealistas y la implosión de la Unión Soviética condujo a muchos teólogos a la perplejidad y cambió nuevamente el panorama. Por ello, el relativismo es hoy en día el problema fundamental de la fe. Los conceptos imperantes son tolerancia, diálogo, libertad, que quedarían limitados si se afirmara la existencia de una verdad válida para todos. Pero no es el caso. Para muchos el relativismo aparece como la fundamentación filosófica de la democracia: una sociedad no-relativista no puede ser una sociedad liberal abierta hacia el futuro.
Esto llevó al entonces Cardenal Ratzinger a afirmar en su Homilía en la misa Pro eligendo Romano Pontifice (18-IV-2005) que iniciaba el cónclave que lo eligió a él mismo como Papa a afirmar: “el relativismo […] parece ser lo único que impera en los tiempos actuales, lo que lleva a una dictadura del relativismo que no conoce nada como definitivo y que deja como única medida al propio yo y a la propia voluntad […] A esto se opone el verdadero humanismo, la amistad con Cristo que nos abre a todos a lo bueno y que nos da criterio para discernir lo verdadero de lo falso, entre la mentira y la verdad […] En Cristo coinciden verdad y caridad. En la medida que nos unimos a Cristo, también en nuestra vida verdad y caridad se encuentran: la caridad sin la verdad será ciega; la verdad sin caridad será como “un címbalo que tintinea” ( 1 Cor 13,1).
Pero Cristo, que siempre sale a nuestro encuentro, exige de nosotros la apertura de la fe para experimentar de verdad su amor misericordioso y abrir nuestros corazones a la esperanza de su glorioso retorno. La fe, en efecto, no surge de una idea sino del encuentro con un Alguien que nos cambia totalmente la vida. El Dios de los cristianos: Padre, Hijo y Espíritu Santo es, a la vez, Logos (verdad, palabra) y Agapé (amor). Ello hace del acto de fe, por una parte, algo racional: se cree, con la razón, en la Palabra revelada por Dios en la Escritura y en la Tradición que custodia el Magisterio. Pero como esta verdad no se impone con evidencia, en el fondo, el acto de fe tiene una última raíz afectiva: creemos porque confiamos absolutamente en Dios. Pero esta raíz afectiva no es puro sentimiento como hoy comúnmente se piensa y afirma erróneamente sino que parte del corazón que, en sentido bíblico, implica lo más íntimo del hombre, la sede de sus pensamientos, de sus deseos, de sus afectos. El relato que nos hace Lucas en los Hechos de los Apóstoles del encuentro de Pablo con Lidia afirma: “Dios le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo” (16,14). Pero no basta con la fe “creída” sino que esta debe ser también “confesada”. Como lo hizo la Iglesia el día de Pentecostés. La Iglesia nació católica, es decir, universal, destinada a predicar la fe a todos los pueblos.
La relación entre la fe creída y la fe públicamente confesada es, en el actual contexto cultural, un tema particularmente delicado. Hoy asistimos – casi inconscientemente – a un fenómeno falaz. Al concebir la libertad religiosa – y la fe – como actos puramente interiores y subjetivos y con la supuesta neutralidad del Estado se impide, en realidad, la profesión pública de la fe o de sus símbolos con lo que, de facto, se termina por negar la libertad religiosa con el falso argumento de su garantía y defensa. ¿Dónde está la falacia? Si se impide la confesión pública, si se niega la incidencia pública de la religión en la cultura, se torna imposible la transmisión de la fe. Esta es la posición de una pretendida laicidad que es, en realidad, desembozado laicismo que actúa en nombre de una supuesta “sociedad pluralista” que nunca, por definición, puede en nombre de un pretendido respeto por la pluralidad, impedir el libre ejercicio de la religión su expresión pública.
La fe es el acto más íntimo, libre y personal que pueda imaginarse, porque no hay evidencia de su objeto, pero ese “creo” se transforma, inmediatamente, en un “creemos”. Este es un tema doctrinal fundamental: se cree en y con la Iglesia. En efecto, ella exige, la comunión con la Iglesia, con el Santo Padre y con el Colegio de los Obispos que gobiernan la Iglesia universal. En este cambio de época tan intrincado que deja a no pocos perplejos y ante algunas afirmaciones teológicas que están muy lejos de la auténtica ortodoxia (doctrina) que siempre debe guiar la ortopraxis , es decir, la pastoral es indispensable, como postula el Papa Ratzinger en Porta Fidei, una más decidida confesión pública de la fe por parte de los cristianos (PF 8).
La fe ha dejado de ser un presupuesto obvio de la vida común. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en referencia al contenido de la fe y a los valores por ella inspirados, hoy vivimos profundas crisis de fe en muchas personas e instituciones (cf. PF 2).
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La crisis ha entrado incluso en la Iglesia y de ahí la urgencia de la misión de la que nos habla el Papa Francisco con insistencia: una Iglesia en salida, a buscar a los más alejados, pero una Iglesia con un rostro definido, con su propia identidad fraguada, a partir de la fe apostólica, a lo largo de su ya bimilenaria historia. Hay que evangelizar sin dar nada por supuesto, ni siquiera – y sobre todo – en los pueblos de antigua cristiandad. No hace falta recurrir a fórmulas complicadas ni a pastorales de escritorio que, en definitiva, de nada sirven: hay que tomar como base el Concilio Vaticano II, su “letra” y no solo su “supuesto espíritu” que muchas veces la niega y el Catecismo de la Iglesia Católica de San Juan Pablo II respetando, sin embargo, su lógica interna porque ella da cuenta de la conexión de los misterios entre sí, como pedían los Padres conciliares. No creemos en un conjunto de verdades inconexas sino en un todo concreto y coherente, que resume la Revelación divina y se expresa admirablemente en el Credo que rezamos cada domingo.
Pero esto supone la superación de la reducción de la razón a “razón instrumental”, científica y técnica, operada por el positivismo, que es una razón solo de medios (de lo experimentable) y no de fines. Hay que devolver a la razón toda su amplitud, el coraje de hacerse las últimas preguntas, de abrirse a la metafísica. La fe necesita de una razón vigorosa porque nunca ha tenido miedo de mostrar que entre la fe y la ciencia no puede haber conflicto alguno porque ambas, aunque por caminos diversos, tienden a la verdad ( PF 12: cf. Juan Pablo II, Fides et Ratio 34; 106).
El mundo tiene, especialmente hoy, necesidad de un testimonio creíble de aquellos que, iluminados en la mente y en el corazón (carácter a la vez “racional” y “afectivo-personal” de la fe) son capaces de abrir el corazón y mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, esa que no tiene fin (PF 15).
En un mundo dominado por el sentimiento, la fe y la ciencia tienen que prestar este insustituible servicio a la verdad que, en Jesucristo, es la única que nos hace libres. Seamos de verdad una “Iglesia en salida” que llegue a todas las periferias existenciales buscando a quienes, por el motivo que fuere, están alejados de Jesucristo, camino, verdad y vida, y de su Iglesia, sin los cuales no hay salvación.