¿Qué diferencia hay entre exiliado y peregrino?”, preguntaba el maestro. Las respuestas eran variadas: “estás en otro país”, “vas de viaje”, “te sacan de tu casa”… Y Jesús, ¿qué fue?, ¿exiliado o peregrino? La respuesta nos la da el salmo 137.
“Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos”, Sal 137,1.
El rey de Judea y los dirigentes de Jerusalén habían sido llevados presos a la capital del imperio de Babilonia, que se encontraba a miles de kilómetros de su país. Un grupo de ellos descansa junto a las aguas del Éufrates. El río, los montes, el aire, incluso el ambiente de la gente les resulta extraño. Sacados violentamente de su propia tierra, sienten la nostalgia de no estar en su país.
Jesús también tuvo los mismos sentimientos. Vivía en el cielo en la casa de su Padre y bajó a este mundo. Renunció a su condición de ciudadano celestial, para compartir la suerte de esclavo en este mundo. Así dice san Pablo a los Filipenses.
“Tomó la condición de siervo. Se hizo semejante a los hombres. Encontrándose como un hombre cualquiera”, Fil 2,7.
“Llorábamos, acordándonos de Sión”
Los israelitas, habiendo sufrido las penas del viaje largo, viven la inseguridad de su futuro, lloran y se lamentan acordándose del Templo de Jerusalén, donde alababan al Señor.
También Jesús, como estos exiliados, vive la incertidumbre de su destino. Sintiendo la nostalgia de los cielos, mientras moraba en su cuerpo, viendo Jerusalén, llora y canta este salmo a su Padre Celestial.
“Cuando Jesús estuvo cerca de Jerusalén y la vio, lloró por ella”, Lc 19,41.
“Tengo que pasar por una terrible prueba, y ¡cómo sufro hasta que se lleve a cabo!” Lc 12,50.
“¡Cántennos un canto de Sión!”
Los militares babilonios les piden música y canciones para alegrarles. Los cautivos judíos reaccionan airados. ¿Cómo vamos a cantar un canto del Señor en tierra extranjera? La petición es indecente, impía. A los paganos les parece un juego, solicitarle a los cautivos en un país pagano música y cantos propios del templo de Jerusalén y dirigidos a Yahvé.
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Jesús se siente identificado con los custodiados, pues él también está en tierra extraña y también quisieron jugar a la adivinanza con él momentos ante de su crucifixión.
“Mientras otros lo golpeaban, le decían: ‘Mesías, ¡adivina quién te pegó!’”, Mt 26,68.
“Si me olvidara de ti, Jerusalén, que se paralice mi mano derecha”, Sal 137,5.
El Señor no puede olvidar a su querida ciudad. Quiere cumplir en ella ansioso el sacrificio de su vida, como lo hicieron otros profetas.
“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados!”, Lc 13,34.
“No es correcto que un profeta sea asesinado fuera de Jerusalén”, Lc 33,33.
“Que mi lengua se me pegue al paladar, si no me acordara, si no pusiera Jerusalén por encima de todas mis alegrías”, Sal 137,6.
“Mi garganta está seca como teja, y al paladar mi lengua está pegada: ya están para echarme a la sepultura”, Sal 22,16
“Después volvieron llenos de gozo a Jerusalén”, Lc 24,52.
“Qué alegría cuando me dijeron: ‘¡Vamos a la casa del Señor!’”, Sal 122
“¡Dichoso aquel que agarre a tus pequeños y los estrelle contra las rocas!”, 137,9.
Jesús no puede exigir la Ley del Talión, “ojo por ojo, diente por diente”. Su legado es la ley del amor.
“Si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra”, Mt 5,39.
¿Puede usted recitar el salmo con los sentimientos del Señor?