Columna del editor

La buena noticia del Evangelio no es una postal de Navidad

El año que termina ha sido el más terrible de nuestras vidas. Más de 300,000 personas en Estados Unidos —y casi dos millones en todo el mundo— han muerto a causa de la pandemia del COVID-19. Millones han perdido sus trabajos, su modo de vida. Una buena parte de las personas que habitan el planeta han visto sus vida profundamente alteradas por el coronavirus. ¿Qué significa, en este contexto, celebrar la Navidad, anunciar la alegría y la esperanza que nos trae el nacimiento del Niño Dios?

Ninguna frase bien compuesta puede cambiar la horrible situación en que vivimos en estos momentos. Incluso si no hemos sido directamente afectados por la crisis, parece un contrasentido celebrar en medio del sufrimiento de tantos.

La alegría de la Navidad, sin embargo, tiene diferentes aristas. Navidad es sinónimo de regalos, reuniones familiares, fotos junto al arbolito. Ese sentido familiar de la fiesta tendrá un tono diferente y menos alegre este año. Muchas familias han llegado a la Navidad tras haber perdido a uno de sus seres queridos este año. Muchos no podrán ir a casa de los abuelos y reunirse con los primos como lo hacían todos los años. Las luces de la Navidad brillan un poco menos este año.

Esa faceta de la fiesta, que es expresión de cariño y ternura, es esencial pero no es el único sentido de la Navidad. El nacimiento de Jesús en un pesebre en Belén tiene otros significados. La Navidad es siempre un anuncio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Dios se hace hombre para salvarnos. Y para salvarnos viene a morir en una cruz.

La Navidad este año tiene ese acento. La esperanza cristiana no desdeña la alegría de la fiesta, pero es, fundamentalmente, una esperanza trascendente. Jesús no se encarna para garantizarnos la felicidad terrenal, sino para salvarnos de la condenación eterna. La esperanza cristiana no prescinde del dolor, sino que lo rebasa y lo convierte en instrumento de redención. Ese sentido trascendente de la esperanza cristiana sigue siendo el mensaje esencial de la Navidad, aún en el año de la pandemia y de la muerte.

Vivimos en una sociedad donde “la búsqueda de la felicidad” se reconoce como un derecho inalienable. Al mismo tiempo, la sociedad humana siempre nos ofrece mil formas alienantes de felicidad. Tenemos incluso —no hay más que ver la televisión el domingo en la mañana— quienes nos prometen la felicidad y la prosperidad económica como premio por seguir a Jesús. Lo dicen muchos “televangelistas” con la certeza de quien anuncia una verdad revelada.

El mensaje es patentemente contradictorio. ¿Por qué deberíamos esperar evitar el sufrimiento si seguimos a alguien que murió clavado en una cruz?

Jesús de Nazaret no se encarnó en María Virgen para que tuviéramos éxito en los negocios, buena vida y una pareja ideal. El Niño Dios nace en Belén para anunciar a todos los pueblos la salvación. Viene a decirnos que nuestro destino final es la vida eterna.

La buena noticia del Evangelio no es una postal de Navidad. Es una invitación a cambiar radicalmente la dirección de nuestras vidas.

Esta Navidad desoladora que nos ha tocado vivir a muchos este año no es entonces una “Navidad perdida”. Es una Navidad con un acento diferente.

Esta es una buena ocasión para pensar en la experiencia de la Sagrada Familia, en la desolación de una madre que tiene que dar a luz a su hijo —Dios encarnado— en un miserable pesebre. Una familia que poco después deberá huir hacia Egipto —y convertirse en emigrantes en una tierra extraña— para huir del peligro de que su hijo fuera asesinado por órdenes de Herodes. Esa experiencia se parece más a la vida de muchas familias inmigrantes de Brooklyn y Queens que a la escena idílica que nos muestran las tradicionales postales de Navidad.

Quizás sea esta la Navidad que nos recuerde esas verdades esenciales. Quizás este año entendamos finalmente el mensaje que el Niño Dios vino a traernos.

El cristiano no busca el sufrimiento, pero lo enfrenta sabiendo que es un instrumento de redención. Quiera Dios que el año próximo la Navidad vuelva a ser para nosotros esa fiesta del cariño y la ternura que nos hace recordar la magia de la infancia y el amor infinito de nuestros padres. Al mismo tiempo, ojalá no perdamos la oportunidad de aprender la lección que nos trajo esta, la dura Navidad de 2020.

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