El Concilio Vaticano II (1965), que auguraba una nueva primavera para la Iglesia después de tantos siglos de confrontación con la cultura moderna, fue seguido —a causa de una errónea hermenéutica— por un venir a menos de la liturgia, la catequesis, la formación sacerdotal, a los que se agregaron —en los últimos decenios— el escándalo por los abusos sexuales a menores perpetrados por clérigos y los escándalos financieros. Todo esto nos ha conducido a la conciencia cada vez más clara de que —como en otros tiempos y circunstancias históricas— la Iglesia católica está atravesando una crisis que, por momentos, parece llevar a una suerte de “punto muerto” del que solo puede sacarnos un “discernimiento del Espíritu”, con una decisiva vuelta a las fuentes del Evangelio y de la Patrística y, finalmente, con un gobierno firme y prudente de parte del colegio de los Obispos que, con su cabeza, el Papa, tiene la responsabilidad de la conducción de la Iglesia universal.
Ante esta triste realidad, la gran tentación sería limitarnos a una lectura sociológica y política, como la que hace, en general, la prensa mundial que se detiene en señalar el desprestigio institucional, porque no mira a la Iglesia con los ojos de la fe sino que la juzga a partir de criterios puramente humanos, como si ella fuera solo una institución, entre otras, de las que constituyen la trama de las actuales sociedades democráticas.
Los fieles católicos, sin embargo —que la vemos y juzgamos desde la fe—, no olvidamos la promesa del Señor al enviar a los apóstoles a la misión de que él estaría con ellos hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 19-20). Por ello mismo, no perdemos la confianza en que, la nave de la Iglesia, por más que atraviese por mares tempestuosos, nunca naufragará, porque la guía el Señor Jesús, el más seguro piloto y la anima el mismo Espíritu que él envió junto con el Padre para constituirla como columna de verdad. Esto nos lleva a afirmar con total certeza y confianza que, no obstante albergar en su seno pecadores, ella es “indefectiblemente santa” (LG 39).
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¿En qué se fundamenta esta certeza? El Vaticano II es claro al respecto: en que “Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado ‘el único santo’ ”, [Misal Romano, Gloria, refiriéndose a Cristo aclama: “Tu solus sanctus”]. Pues bien, Cristo, el único santo, “amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo para santificarla (cf. Ef, 5,25-26), la unió a Sí, como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios”. De ahí que todos, pastores y fieles, estemos llamados a la santidad (LG 39).
Más aún, por su unión vital [ontológica] con Cristo, la Iglesia es no sólo Santa sino también, como expresa la Relación Final del Sínodo Extraordinario convocado por San Juan Pablo II en 1985, a los veinte años de la finalización del Concilio, Signo e Instrumento de santidad: “porque la Iglesia es un misterio [=sacramento] en Cristo, debe ser considerada como signo e instrumento de santidad” [Rel. Fin. II,A, 4].
Es importante advertir que los términos “signo” e “instrumento” nos remiten a la noción de “sacramento” que —como ya hemos indicado— es equivalente a la de “misterio” ya que ambas son, estrictamente, intercambiables.
“La Iglesia es, en Cristo, como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano” afirma Lumen Gentium al comienzo, en el número 1. Esta santidad –como ya se ha dicho– tiene su fundamento en Cristo y, por lo mismo, se trata de una santidad “ontológica”, es decir, fundada en el ser, más exactamente en que Cristo es Dios. Ahora bien, esta santidad nos es participada, a cada uno y a la Iglesia como cuerpo, por el Espíritu, que es “enviado el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia” (LG 4).
Cristo, en efecto, es el Verbo que, junto al Padre y al Espíritu Santo, constituyen la Trinidad Santa, el Dios en quien creemos. Pero Cristo, en el seno purísimo de María, toma carne humana, se hace semejante a nosotros y, de este modo, la humanidad de Cristo unida a la Persona del Verbo es “signo” e “instrumento”, es decir, como “sacramento” del único Santo, del único Dios cuyo ser consiste en su santidad.
La humanidad de Cristo participa —entonces— de la santidad divina y es esa participación la que comunica a la Iglesia que es su cuerpo, en el que se prolonga la realidad sacramental de su humanidad y de su santidad.
Saquemos de esto una importante conclusión: en cuanto misterio de efusión divina la Iglesia no puede dejar de ser “santa” y “santificadora”, en el sentido ontológico y a la vez dinámico que la Biblia da al “ser” divino. Sólo que Dios es santo “por esencia” y la Iglesia lo es “por participación”. Es decisivo entender esto: Dios no es solo el “totalmente otro” respecto del hombre y del mundo. Más aún, su santidad no es solo un “atributo” sino que se identifica con su esencia. Digámoslo de otro modo: Dios no es santo porque manifiesta una “perfección moral en su acción”, sino — al revés— sus acciones son moralmente perfectas “porque Él es santo”. El “obrar” sigue al “ser” y no el “ser” al “obrar”. El fundamento de la santidad de la Iglesia es —en consecuencia— la santidad de Dios. Por ello mismo podemos decir sin lugar a ninguna duda que la Iglesia es “objetivamente santa”. En efecto, santa es la Palabra de Dios revelada; santos son los Sacramentos; santos son los ministerios. En una palabra: santas son todas las realidades que garantizan la mediación de la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo.
Hay que tener presente esta santidad objetiva.
Sí, la Iglesia es “indefectiblemente santa” (LG 39). Pero esta santidad objetiva no excluye la santidad subjetiva. La Iglesia, en efecto, es también “Iglesia de los santos”, es decir, de quienes —a pesar de ser pecadores— se esfuerzan por ser santos. La santidad es, así, una vocación universal, de todo ser cristiano que es incorporado a la Iglesia y hecho miembro del Cuerpo de Cristo ya desde el bautismo.
Lumen Gentium lo expresa hermosamente al final del número 3: “Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo [se refiere a la Eucaristía], luz del mundo, de quien procedemos, en quien vivimos y hacia quien caminamos”.
La Iglesia tiende [en su obrar] hacia la fuente de la santidad que es Cristo y, en definitiva, la Trinidad Toda.
La santidad supone, desde luego, la fe, la conversión, el seguimiento de Cristo, la lucha contra el mal [especialmente contra el demonio], la perseverancia. Pero no es algo que el cristiano —o la Iglesia— puedan lograr por sus propias fuerzas satisfaciendo, así, sus más hondas aspiraciones morales. Todo lo contrario, estas realidades —que deben darse— presuponen que Dios viene a nuestro encuentro a través de la Encarnación del Hijo y la misión o envío del Espíritu. No nos hacemos santos a nosotros mismos sino que es Dios quien nos hace santos participándonos su propia santidad y, así, haciéndonos capaces de elevar nuestra naturaleza humana hacia lo sobrenatural.
Por lo mismo —y esto es fundamental entenderlo— la orientación de toda nuestra vida a Dios no es una suerte de “código moral” que surge de nosotros o de nuestras aspiraciones sino que es la aplicación y la consecuencia de un dinamismo [fuerza], de una gracia, que nos fue infundida por el mismo Dios. De esta manera comprendemos que se trata, en el fondo, de un dinamismo, de una gracia, que es participación en el “ser” de Dios, que nos hace “tender a Dios” y que corresponde —por otra parte— a la secreta aspiración de nuestra naturaleza que busca, siempre y necesariamente, la felicidad.
Llegados al final preguntemos: ¿hay en la Iglesia pecadores? Indudablemente sí. Pero, ¿es la Iglesia en su ser y en su obrar pecadora? Sin duda no. Leamos atentamente Lumen Gentium: “la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (LG 8). La Iglesia no ha llegado todavía a la plenitud de su santidad, pero ¡cuidado con llamarla pecadora! como hacen algunos por ignorancia o ideología. Si he logrado expresarme bien, en la santidad, hay una prioridad de lo “ontológico” sobre lo “moral”; del “ser” sobre el “obrar” que valen tanto para la santidad de la Iglesia como para la santidad de cada cristiano, cualquiera sea su condición.