Joseph Dután nació en 1988 en la ciudad de Nueva York en el seno de una familia católica cuyos padres Ana y Manuel, de origen ecuatoriano, inculcaron a él y a Zully y Yolanda, sus dos hermanas, unos sólidos valores familiares.
La familia Dután asistía regularmente a misa a la que era su parroquia, Santa Teresa en Woodside. “Allí tenían la devoción ecuatoriana al Divino Niño y había un grupo que llevaba la imagen del Divino Niño de casa en casa, entonces yo siempre iba a hacer las oraciones y los Rosarios con ellos”, relata el padre.
“La vocación comienza en la casa, con mi abuelita, yo era muy cercano a mi abuelita, ella siempre me leía la Biblia y me ayudaba con las tareas de religión”, asegura el padre Joseph.
Sus años escolares transcurrieron en la escuela parroquial y fue en quinto grado cuando sintió por primera vez que el sacerdocio podría ser su vocación al ver un joven sacerdote que había llegado a su parroquia.
“Nos enseñó que ser sacerdote es algo hermoso, algo ante lo cual no se debe sentir miedo ni mucho menos vergüenza […] ahí comenzó esa llama dentro de mí, fue la primera vez que llegó esa vocación”, asegura el padre Joseph, quien para entonces era monaguillo.
Cuando cursaba séptimo grado pensó que era el momento de decírselo a su familia, así que empezó por su mamá. Sin embargo, en octavo grado su actitud comenzó a cambiar, algo que de todos modos ocurre a los jóvenes de esa edad pues están construyendo su carácter.
“Me daba vergüenza contarle a mis amigos. Tenía un primo que estaba conmigo en el mismo grado, en la misma escuela y me decía ‘Mira Joseph, ¿por qué no nos vamos a St. John’s los dos juntos? Allá vamos a divertirnos más, vamos a conocer más gente, incluso muchachas’ y yo dije bueno, vamos para allá”.
Fue así que al llegar a Cathedral Prep. para inscribirse, justo en la puerta le dijo a su padre que no y decidió matricularse en St. John’s Prep. “Allí no quería que nadie supiera -de su vocación- pero al mismo tiempo tenía una atracción muy fuerte. Por momentos quise ignorarlo y esa llama se iba apagando y escondiendo”, reconoce que para entonces se alejó del Señor aunque no del todo porque, aunque tarde, siempre llegaba a la misa.
Sin embargo privadamente y de rodillas siempre oraba frente al Tabernáculo y abría su corazón al Señor para pedirle respuestas sobre el camino que debería seguir pero confesando que quería para si una vida de familia.
Joseph se graduó en 2006 y comenzó a estudiar ingeniería y luego de un año y medio empezó a notar que algo no estaba bien con su salud. “No me sentía bien pero lo ignoré por miedo a ir al doctor. No le dije nada a mi mamá ni a nadie pero mi familia comenzó a notar que algo estaba mal conmigo porque perdía la respiración, caminaba una cuadra y me cansaba, me la pasaba durmiendo”.
Luego de una hospitalización y unos exámenes de rigor, llegó el diagnóstico: Leucemia Linfoblástica Aguda. Un tipo de cáncer que es más común en la niñez y que se desencadena cuando una célula de la médula ósea presenta errores en su ADN.
Temeroso y atribulado Joseph entendió que venían días difíciles para él y su familia. “Para un joven que le digan que tiene leucemia es una sorpresa, primero porque no sabía qué significaba y cuando me dicen que era cáncer en la sangre, inmediatamente el mundo me cayó encima”, afirma Joseph.
“Me molesté y me enojé con el Señor. ¿Por qué me haces esto? Soy joven, tengo apenas 20 años. ¿por qué si no soy una mala persona, no mato y no robo, por qué me haces esto Señor?”, preguntaba sin aún tener respuesta.
El equipo de médicos de NewYork-Presbyterian / Weill Cornell Medical Center le aseguró que las probabilidades de ser curado eran de un 80%. Sin embargo para él ese 20% restante casi le quitaba toda esperanza, cayendo en una profunda depresión sin querer ver a nadie durante los tres meses que estuvo internado.
Joseph mantuvo siempre las cortinas cerradas en su cuarto de hospital, mientras que su mamá rezaba incansablemente junto a su cama, pidiéndole confiar en el Señor, algo que el joven no quería escuchar en ese momento.
“Un día vino el capellán del hospital a hablar conmigo y me dijo que por qué estoy así, si nadie me dijo que iba a morir, si la última palabra la tiene el Señor”. Esas palabras fueron suficientes para volver a abrir su corazón y sacar de dentro todo lo que le atormentaba, reavivando esa llama que había mermado, pero que nunca se apagó.
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“Ese llamado, a pesar de que yo lo ignoraba, era cada vez más y más fuerte, entonces el sacerdote me dijo que tenía que rezar, confiar en el Señor y luchar por mi vida. Ahí fue que agarré fuerzas y empecé a rezar y a pedirle al Señor me dijera qué quería con mi vida, cuál era su voluntad”, recuerda.
Su salud fue evolucionando, un hecho que celebraba él, su familia y el equipo de médicos y enfermeras que lo asistían. “Siempre estoy agradecido con las enfermeras del hospital, ellas hicieron un gran trabajo, hasta el día de hoy hablo con ellas, todas las enfermeras y el médico que me atendió fueron a mi ordenación, estuvieron en la primera misa, ellos siempre me dieron ánimo y me apoyaron”.
Tras ser dado de alta y sentirse mejor, Joseph buscó al director de vocaciones quien le sugirió orar para avanzar en su discernimiento y lo invitó a un retiro vocacional, al que él fue. “Pero yo todavía quería hacer mi voluntad y le decía ‘Señor gracias, pero yo quiero estudiar ingeniería, formar una familia, tener unos hijos”.
Y aunque le agradecía al Señor por todo lo que tenía en su vida, incluso por su enfermedad porque gracias a ella se había acercado a Él de nuevo, Joseph insistía en que su vocación era como esposo y padre y que la vocación a la vida consagrada era más del compañero que estaba a su lado.
“Las cosas de la vida, ese muchacho al lado mío terminó siendo mi compañero y nos ordenamos juntos, es el padre José Díaz. Antes de eso no nos conocíamos aunque fuimos a la misma escuela secundaria, él vivía al otro lado de mi casa y nunca hablamos hasta llegar al seminario”, asegura el religioso.
Hoy el padre Joseph recuerda especialmente lo que una doctora le dijo durante un chequeo de rutina. “El Señor tiene algo especial con contigo. Este caso es bien raro y nunca ha pasado, el Señor siempre te ha estado cuidando”. Con estas palabras finalmente su discernimiento dio frutos y su respuesta fue ‘SÍ’.
En 2012 aplicó para empezar en el seminario pero su padre no tomó bien la noticia pues se encontraba a punto graduarse como ingeniero aeronáutico y tenía ofertas de trabajo. Durante un mes no habló con su hijo hasta que un compañero de trabajo lo hizo reflexionar al decirle “hace pocos meses atrás estuviste llorando por la vida de tu hijo cuando los doctores te dijeron que no tenías nada que hacer y el Señor te devolvió a tu hijo. Entonces, ¿ahora se lo quieres quitar?”.
“Mi papá lloró conmigo y me dijo ‘de ahora en adelante te apoyo en todo’. Me aceptaron en el Seminario y la primera semana y media me llama el doctor, a mí me daba miedo cada vez que me llamaba el doctor. Me dijo que dejara de tomar todos los medicamentos porque había entrado en remisión -cuando los signos y síntomas del cáncer desaparecen- y me dijo que me iban a chequear cada seis meses”, relata.
Concluyó el tiempo de seminario en Douglaston y sus estudios de filosofía en St. John’s por dos años y finalmente en 2014 fue a St. Joseph’s Seminary en Dunwoodie. “En la primera semana de estar allí me llama el doctor y me dice Joseph te tengo una buena noticia ¡Eres sobreviviente de cáncer!”, así con una llamada llegó la respuesta a las tantas oraciones de su familia y la recompensa a su promesa de recorrer este camino de la mano del Señor.
“Ahí es cuando reafirmo todo, que este era el camino que el Señor tenía preparado para mí, que el cáncer era una manera de despertarme y de ver cuánto me ama […] Gracias a Dios me ordené sacerdote en 2018”, asegura el padre Joseph Dután, quien desde entonces sirve como vicario parroquial en la iglesia Santa Brígida en Bushwick (Brooklyn).
Aquel día de la ceremonia de ordenación lo acompañaron sus padres, hermanas, amigos, las enfermeras y el especialista que incansablemente trabajaron por su recuperación.
Todavía recuerda que lloraba al entrar para celebrar su primera misa. “Era algo muy hermoso y emocionante, un regalo de Dios. Años atrás estaba luchando por mi vida, enojado, con leucemia, pensando que me iba a morir y ahora estoy caminando para celebrar mi primera misa. Le agradecí mucho al Señor que por medio de esta enfermedad yo pude contestar Su llamado”.