Hay seres que, como Francisco de Miranda, decimos que están adelantados a su tiempo. Unos se adelantaron décadas —o hasta siglos—pero con el San Juan Bautista de la independencia sudamericana podemos ser más precisos: Miranda se adelantó justo por dos años. Porque fue en 1806 que decidió llevar a cabo una expedición contra el dominio español en Venezuela.
El 2 de febrero de ese año zarpó en la corbeta Leander de doscientas toneladas y armada con 18 cañones de la ciudad de Nueva York dispuesto a liberar a Venezuela. Al menos era lo que repetía una y otra vez Miranda con el ímpetu de mesías y persistencia de reguetonero. Lo mismo que llevaba repitiendo desde que llegó a Nueva York el noviembre anterior para convencer a un grupo de idealistas, aventureros y negociantes de que secundaran su plan. Incluso fue a Washington (que ya era una capital) y se reunió con Jefferson y Madison (que todavía no era avenida de Manhattan) pero estos le respondieron algo así como “Chévere, ve y libera a Venezuela… pero ve como cosa tuya”.
En aquella expedición destinada a liberar Venezuela y Sudamérica entera del dominio español terminaron enrolados un montón de norteamericanos, unos cuantos franceses y polacos y algún que otro portugués. Venezolanos eran solo Miranda y la bandera que acababa de inventar con la ilusión de que algún día inspiraría el diseño del uniforme de la selección nacional de fútbol.
La primera escala fue en Haití, por aquella época la única nación independiente del continente además de Estados Unidos. Allí recibió ayuda abundante y dos barcos más para la expedición. En Venezuela, en cambio, Miranda no fue tan bien recibido como en Haití. Olvidaba decirles que el cónsul de España en Nueva York había informado de la expedición al embajador español en Washington y este a su vez a las autoridades españolas en Venezuela sobre los planes de Miranda.
De manera que al llegar la expedición multicultural a costas venezolanas era más esperada que las Navidades. Solo que en vez de arbolitos y turrones los españoles los recibieron con cañonazos. Dos de los barcos expedicionarios fueron capturados y Miranda escapó por muy poco… para seguirse metiendo en nuevos problemas que solo tuvieron fin con su muerte en una prisión española una década más tarde.
Todo por adelantarse a su tiempo. Porque apenas en 1808 las tropas de Napoleón invadirían España, descabezando el imperio. Esa situación propiciaría levantamientos en toda Hispanoamérica que se convertirían en un movimiento continental por la independencia. Movimiento que liberaría a casi todas las colonias de la codicia española para que los nuevos países pasaran a ser dominados por una codicia genuinamente autóctona.
Un poco más de paciencia, un par de añitos de espera, y Miranda se hubiera convertido en el iniciador de la independencia hispanoamericana en vez de quedar relegado al triste papel de precursor que es como asistir a una boda en calidad de amiguito de la escuela primaria de la novia. (Una ventaja le lleva, no obstante, al Libertador y es que no le han puesto el nombre de Miranda a la revolución que ha llevado a Venezuela de cabeza al paleolítico. Ahora dicen “bolivariano” y uno se imagina a Miranda revolcado de la risa. Donde quiera que esté).
Por ahí se fue la oportunidad de que hoy se considere a Nueva York cuna de la independencia hispanoamericana. Por puro apuro. Pero el fracaso de Miranda no fue el fin de los contactos de Nueva York con las guerras de independencia. Eminentes personalidades de la ciudad como John Jacob Astor y Stephen Whitney intervinieron en la guerra atraídos por el mismo sueño que ha guiado a los neoyorquinos desde la fundación de la ciudad: hacer dinero. Los comerciantes neoyorquinos lo mismo le vendían barcos a los independentistas que armas y harina a las tropas españolas. Quien quiera que ganara quedaría para siempre en deuda con los mercaderes de la ciudad. De ahí que la guerra entre España y sus colonias fuera ganada por… Nueva York. ¿O es que esperaban otra cosa?