Cada año, la Pascua de Resurrección viene acompañada por el inicio de la primavera.
Es como si la naturaleza se pusiera en sintonía con el calendario litúrgico. Las plantas “resucitan” y las flores llenan sus ramas en la misma época en que celebramos el misterio central de la fe cristiana.
El año pasado celebramos la Resurrección en medio de las angustias de la pandemia del nuevo coronavirus.
Miles de personas morían cada día en el país, nuestras iglesias estaban cerradas. Nos vimos obligados a vivir la Semana Santa en casa, sin el encuentro con nuestros hermanos ni con Jesucristo en la Eucaristía.
Probablemente, como hemos dicho antes, fue la Semana Santa más extraña y triste de nuestras vidas. Un año después, continúa la pandemia, pero ahora vemos a nuestro alrededor signos de esperanza —y no se trata solo de las fl ores.
Nuestras iglesias están de nuevo abiertas y podemos participar en misa, aunque sigan las limitaciones de capacidad.
Continúan las muertes en Estados Unidos y alrededor del mundo, ya muchos se han podido vacunar contra el COVID-19, y los que aún esperan por su turno tienen al menos la esperanza de recibir su vacuna en poco tiempo.
El descalabro económico que dejó a tantas personas sin trabajo comienza a amainar. Vemos cómo poco a poco reabren tiendas y restaurantes. Esta no ha sido una Semana Santa normal, por supuesto, pero no tuvo el mismo carácter trágico del año pasado. Y en sentido litúrgico, estamos de fi esta.
La Iglesia celebra la Pascua de Resurrección por cincuenta días. Comienza con la Vigilia Pascual y se extiende hasta Pentecostés.
Es la fiesta más extensa del calendario católico, porque es la fi esta más importante. “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”, nos dice San Pablo.
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En este tiempo pascual que apenas comenzamos, deberíamos pensar en el sentido de nuestra alegría.
El cristiano, contrario a lo que piensan algunos, no busca el dolor ni se regocija en él. El cristiano está llamado a reconocer el valor redentor del dolor, y a tener presente que la alegría de la resurrección pasa por el dolor de la muerte.
Es ese el misterio que acabamos de celebrar.
Demos gracias a Dios por todos los signos de esperanza que vemos en este tiempo pascual.
Demos gracias por la belleza de la naturaleza que renace, por los días perfectos que la primavera de Nueva York nos regala. Demos gracias porque al fi n los científicos han logrado crear vacunas que podrían poner punto final esta pandemia.
Demos gracias también por todos los médicos, enfermeros, policías o cajeros de supermercado que han arriesgado su salud y sus vidas para que nuestra sociedad siguiera funcionando. Es bueno celebrar, es bueno tener esperanza, es bueno dar gracias.
Mientras lo hacemos, no olvidemos a quienes murieron en la pandemia —aún siguen muriendo muchos víctimas de ella—, ni a quienes perdieron familiares y amigos. La pandemia no ha terminado: la semana pasada los casos de COVID-19 en Nueva York aumentaron en un 17 por ciento.
No olvidemos a las familias que no tienen cómo pagar el alquiler este mes porque hace meses que no tienen trabajo. No olvidemos a los que les falta hasta la comida a causa de la crisis económica. La alegría de la Resurrección debe invitarnos a la solidaridad, a la preocupación por nuestros hermanos y hermanas.
La alegría de la Resurrección debe animarnos a evangelizar, que no es más que compartir esa alegría del Domingo de Pascua. Y sobre todo, no olvidemos que nuestra esperanza esencial está más allá de la sucesión de los días, más allá de este tiempo y de este espacio.
El año pasado, en medio del espanto de la tragedia, sin ninguna vía de escape a la vista, nuestra esperanza era la Resurrección de Jesucristo, aunque ni siquiera pudiéramos celebrarla yendo a la Vigilia Pascual o a la Misa de Resurrección. Este año, cuando ya nos parece que vemos la luz al final del largo túnel de la pandemia, nuestra esperanza esencial sigue siendo la misma.
La esperanza en la Resurrección de Cristo no cambia con las estaciones ni está a merced de nuestras alegrías o angustias. San Agustín rechazaba la idea del eterno retorno porque no podía aceptar infinitas repeticiones del hecho que cambió la historia: la muerte y Resurrección de Cristo.
Celebremos cada signo de esperanza que la vida nos regala y demos gracias a Dios por cada alegría que viene a nuestro encuentro. Y recordemos que, como decía Juan Pablo II, “Somos el pueblo de la Pascua, Aleluya es nuestra canción”.
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