Crónicas del metro

Subway ride en San Valentín

Foto: Marietha Góngora.

Cuando el conductor del metro dice por el sistema de altavoz “¡Bueeeenos días!” y luego anuncia cada una de las siguientes estaciones, sabes que es un día especial. Así se rompió el hielo entre quienes usualmente preferimos no mirar a nadie para no incomodar.

En ese vagón muchos como yo no lográbamos hacer otra cosa que soltar una risa al escuchar al emocionado conductor mientras nos sonreíamos unos a otros en medio del asombro. Las caras serias y la indiferencia rutinaria del metro de todos los días se convirtieron en un gesto cómplice que agradecimos para iniciar bien nuestro día. Muchos pasajeros abordaban los trenes con las cruces de ceniza en su frente y así, silenciosa pero visiblemente, celebraban el inicio de la Cuaresma. Cerca de mí estaba sentado un hombre con un arreglo de flores que reposaba en sus piernas. No supe si estaba nervioso porque se lo entregaría a alguien que pretendía de forma romántica o si se trababa de un empleado de una floristería con una entrega a domicilio de última hora.

Mientras me acercaba a mi destino, la estación Jay-MetroTech, muchos pasajeros fueron bajando, entre ellos el señor del arreglo floral, y el paisaje parecía estar cada vez más despejado. Allí vi a una señora de mediana edad con unos globos de helio en forma de corazón y la expresión de su cara me hizo pensar en que los detalles de amor o de amistad no son solo para los jovencitos enamorados, sino que es un gesto que cualquier madre o padre agradecería de sus hijos en una fecha como esa o simplemente en un día cualquiera.

Entre tanto un grupo de cuatro artistas abordaron el tren y empezaron a cantar a capella una canción que, aunque no logré reconocer, le puso la cereza al pastel, ese pastel en que se había convertido mi viaje en el metro en el Día de San Valentín.

Muchos en mi lugar podrían haber pensado que a ese ambiente mágico solo le faltaba una copa de vino y la luz de las velas para que fuera la perfecta celebración del amor, sin embargo para mí lo fue: mi esposo sostenía mi mano y noté que nuestras argollas de matrimonio, aunque un poco rayadas, brillan más que nunca.