Columna del editor

¿Un verano perdido?

Finalmente hemos llegado a septiembre. En estos días del año, normalmente decimos adiós al verano —las vacaciones familiares, los viajes, la playa— y regresamos a nuestra vida normal. Los niños y los jóvenes comienzan el nuevo curso escolar mientras los padres retoman la rutina normal. El otoño no comienza hasta el 22 de septiembre, pero en efecto, el primer día de clases es el fin del verano.

Por supuesto, este año tuvimos el verano más extraño de nuestras vidas. Y lo mismo podríamos decir de la primavera.

El 15 de marzo, mientras en Nueva York nos preparábamos para disfrutar un clima más cálido tras nuestro largo invierno, la alcaldía de la ciudad anunció el cierre de las escuelas, los restaurantes y los bares. Poco después, en nuestra diócesis, que abarca Brooklyn y Queens, se cerraron las escuelas y las iglesias. Todas las misas y actos devocionales públicos quedaron suspendidos.

Comenzaba así nuestra larga “cuarentena” que se ha convertido en un semestre de aislamiento. Todos los planes familiares para el verano quedaron en suspenso. Las vacaciones se redujeron a estar en casa.

Cada año, muchos miembros de nuestras comunidades regresan a sus países de origen durante esta temporada para visitar a familiares y amigos. Pero este año también eso resultó imposible.

Ahora nuestros hijos comienzan la escuela sin haber tenido realmente vacaciones, y las preocupaciones sobre cómo serán los próximos meses están en la mente de todos.

Podríamos decir, desde esa perspectiva, que este fue un verano perdido.

Y sin embargo, hay otras maneras de pensar en el verano que termina. En los últimos seis meses, 180,000 personas murieron en Estados Unidos a causa del COVID-19, y más de 800,000 han muerto en todo el mundo.

Lo que se traduce en que millones han perdido a sus esposas o esposos, hijos o padres, hermanos, familiares y amigos.

Millones han enfermado y hasta han sido hospitalizados, y muchos siguen sufriendo aún las secuelas del coronavirus aunque lo hayan sobrevivido.

A esto se suman los millones de desempleados que, sin poder ganarse el sustento, están en riesgo de perder sus casas o ser desalojados de sus apartamentos. En la comunidad latina
de Estados Unidos, donde muchas personas participan en la economía informal y no tienen seguro de desempleo, esta situación es mucho más grave.

Cuando consideramos la tragedia que la pandemia ha representado para tantos, si uno puede decir que lo único que perdió fue el verano, debería sentirse afortunado.

Como cristianos, estamos llamados a ofrecer solidaridad y esperanza. Y la solidaridad y la esperanza son más necesarias que nunca en estos tiempos. No deberíamos decir que hemos perdido el verano si fuimos capaces de ayudar a otros, darles aliento o al menos tratar de ser parte de la solución y no del problema en esta larga lucha contra la pandemia.

No debemos decir que fue un verano perdido si dimos una cuota de esperanza a nuestros familiares y amigos en medio de las angustias y las preocupaciones que ha traído esta crisis.

El actor Ray Milland, interpretando al escritor juerguista Don, en “Días sin huella”, de Billy Wilder, en una escena en la que su novia (Jane Wyman) le sostien la barbilla.

La semana pasada vi la película “Días sin huella”, del legendario director Billy Wilder. En inglés, la película se titula “The Lost Weekend” (“El fin de semana perdido”). Como tantas familias que no pueden irse de vacaciones, en casa hemos tenido “ciclos de películas”, y esa semana le tocaba a Billy Wilder. También están en nuestra lista “Pacto de sangre”, “Berlín Occidente” y “Testigo de cargo”, del mismo
director.

“Días sin huella”, filmada en 1945, cuenta la historia de Don Birman, un escritor treintañero y alcohólico que desde hace años ha perdido la inspiración.

En la película su hermano lo invita a pasar un fin de semana en el campo, lejos de la ciudad de Nueva York y sus infinitos bares, pero poco antes de partir, Don se escabulle y su hermano, cansado de sus continuas mentiras, decide irse al campo sin esperar por él. El escritor se pasa ese “fin de semana perdido” emborrachándose, lo que lo lleva incluso a robar y a terminar ingresado en un hospital psiquiátrico, del que se escapa.

El domingo en la mañana, el escritor está ya al borde del suicidio. Pero haber tocado fondo, y contar con el apoyo de su novia, salva su vida y lo hace cambiar el rumbo destructivo que ha seguido hasta ese momento.

Al final de la película, Don no se suicida, sino que decide dejar de beber y comenzar a escribir una novela en la que contará su odisea personal. Después de todo, no fue un fin de semana perdido, sino el fin de semana definitorio de su vida.

Tras ver la película, me quedé pensando en cómo recordaremos este verano en unos años. ¿Seguiremos pensando en él como “el verano perdido” a causa de la pandemia?

Haber tenido que quedarse en casa tanto tiempo ha sido duro para muchos, especialmente para quienes han perdido su trabajo. Por otra parte, también nos ha forzado a pasar más tiempo con las personas más importantes de nuestra vida.

También ha sido una oportunidad para reflexionar y valorar tantas cosas que siempre damos por sentadas, desde participar en misa el domingo hasta ir a un restaurante o hacer un asado en el patio con la familia. Y quizás este verano también nos haya revelado que otras cosas, que nos parecían importantes antes, no lo eran a fin de cuentas.

Nadie esperó ni deseó esta terrible pandemia por la que todos aún estamos pasando. Pero sí podemos decidir qué vamos a hacer con la experiencia.

Varios amigos me han comentado que durante los meses de involuntario encierro han comenzado a rezar más que antes, a leer más, a compartir más cenas familiares.

Creo que todos, de una manera u otra, hemos pasado por ese mismo proceso de introspección. El resultado se verá después, pero si al final de esta terrible temporada podemos decir que somos un poco mejores como seres humanos y un poco más auténticos como cristianos, no será este un verano perdido, ni un año perdido, después de todo.

Este momento es una excelente oportunidad para reflexionar y construir una mejor versión de nosotros mismos.