ENTRE LAS RAZONES que tenemos para dar gracias, según el poeta argentino Jorge Luis Borges, está “la mañana, que nos depara la ilusión de un principio”. El año nuevo nos trae esa misma ilusión multiplicada: empezamos de nuevo, seremos mejores, bajaremos de peso… Claro que la vida se encargará luego de desmentirnos, de hacernos fracasar en los buenos propósitos, pero esa ilusión sigue siendo necesaria.
Como podrán comprobar quienes lean la presente edición, para los latinoamericanos que vivimos en esta diócesis que abarca Brooklyn y Queens, el año nuevo viene también cargado de nubarrones. La retórica del presidente electo Donald Trump durante el último año genera temores sobre lo que hará una vez instalado en la Casa Blanca. La actitud de esta Diócesis sobre el tema quedará clara para quien lea la carta de monseñor DiMarzio que publicamos en esta edición. El Obispo les dice a los inmigrantes: “Ustedes […] contarán con todo el apoyo y la protección que nosotros podamos brindarles. Sepan que siempre serán bienvenidos entre nosotros, sin importar su estatus legal”.
Hoy los indocumentados temen que ser deportados, y cualquier latinoamericano puede sentirse ahora como un invitado incómodo en esta tierra que ha hecho suya. Ese estado de cosas es el que intenta. Ciertas palabras y ciertas actitudes, cuando vienen del centro del poder, tienen un efecto devastador; generan miedo y recelo; evocan a “nuestros peores ángeles”.
Esperemos que el año nuevo pruebe la falsedad de nuestros temores, porque la esencia misma de esta nación está en juego. Esperemos que la cordura reemplace al lenguaje incendiario, que la confianza sustituya a la mezquindad. Es cierto que este país no puede existir sin una frontera que realmente lo sea. Es cierto también que la inmigración debe estar sujeta a leyes y reglas que todos deban cumplir. Y también es cierto que Estados Unidos no puede deportar 11 millones de personas sin dejar de ser la nación que ha sido por 240 años.
Muy pronto sabremos cuáles serán las nuevas reglas del juego. Pero hay otras reglas y otras leyes que preceden y trascienden a las que vendrán. La ética cristiana, y la decencia humana nos exigen solidaridad con los que hoy se sienten un poco más extranjeros y más desvalidos en estas calles de Brooklyn y Queens. Es nuestro deber orar y condolernos, pero también informarnos y actuar. La defensa de la dignidad humana de todas las personas no es sólo nuestro deber para con nuestros hermanos, es también el modo de ser fieles a lo mejor de la tradición estadounidense.
Los efectos de la larga y vergonzosa campaña electoral que acabamos de “sobrevivir” van más allá del tema de la inmigración. La prensa y los medios de comunicación parecen haber perdido el pudor que antes los hacía simular imparcialidad. Los sitios de Internet, los canales de noticia por cable y los periódicos nos cuentan versiones adulteradas de la realidad. En lugar de medios informativos parecen organismos propagandísticos de uno u otro partido.
El Partido Republicano —que controla la Casa Blanca, el Senado, el Congreso, 33 gobernaturas y la mayoría de las cámaras estatales— no parece darse cuenta de que su candidato ganó las elecciones con casi 2.5 millones de votos menos que la candidata perdedora. Actuar como si se tuviera un mandato para cambiarlo todo cuando en realidad se ha ganado por una peculiaridad estadística del sistema electoral podría costarles muy caro la próxima vez que los electores vayan a las urnas.
El Partido Demócrata, por su parte, no logra aceptar la realidad de que el adversario ganó la presidencia. Hay en la reacción de sus funcionarios electos una mezcla de infantilismo y arrogancia vergonzosa. La ratificación en los cargos dirigentes de líderes políticamente desgastados por las corruptelas del poder es una expresión de resistencia al futuro —y el futuro es lo único que importa en política.
El legado de Obama, por otra parte, es complejo y endeble. Duplicó la deuda pública del país en ocho años; estableció un sistema de salud lleno de buenas intenciones pero que ya hace aguas y parece incosteable a la larga; en la arena internacional buscó la colaboración y la negociación, pero deja tratados nunca ratificados —como el Acuerdo de París—, u otros con demasiados detractores —como el de Irán—, el Medio Oriente en crisis y los Estados Unidos en retirada en todo el mundo, desde América Latina hasta el Lejano Oriente.
¿Cómo enfrentará la próxima administración estos retos? ¿Qué tendría que hacer para unificar al país, para inyectar cierto nivel de concordia y confianza en la sociedad?
La elección de Donald Trump —junto a la popularidad de Bernie Sanders— es el reflejo de un estado de ánimo comprensible pero peligroso. La gente ha llegado a un nivel de cansancio con el estancamiento actual que están dispuestos a probar opciones el alto riesgo. El precio a pagar también podría ser alto. El reto y la responsabilidad del cristiano —de todo ciudadano— será no optar por el cinismo.
Ante la retórica o las ideas extremas de un bando u otro; y ante la transformación de la prensa en mero instrumento partidista, la defensa de las instituciones y del mero sentido común será una virtud necesaria. Ninguna de las sociedades que alguna vez perdieron el rumbo democrático o un modo de convivencia regido por la ley buscaron conscientemente tal desastre. Simplemente no pudieron —o no quisieron— ver que se estaban acercando a abismo. Y después ya era tarde.