Análisis

La fe es acto de razón, no de sentimiento

A partir de la fe y el bautismo (cf. Rom 6,4) se inicia, propiamente, el camino del creyente que dura toda a vida.

Por Cristo entramos en comunión con el Padre y el Espíritu : “Todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús […] Todos los bautizados en Cristo se han revestido de Cristo” (Gal. 3,26- 27).  Por Cristo entramos, así, en comunión con la Santísima Trinidad (cf. Mt, 11-2-8). En este breve artículo intentaremos comprender mejor la unidad profunda entre el acto de fe con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento.

Por una parte, la fe es adhesión a contenidos recibidos por revelación divina y, por otra, un acto que se apoya en la confianza en el testimonio divino o, en otros términos, en Dios como Verdad plena y absoluta.

Se trata de un acto oscuro [adhesión al Misterio revelado] en el que no hay imposición de la verdad, es decir, carece de certeza racional y, por ello mismo, es libre, voluntario [ no coaccionado] y meritorio.

Pero no damos nuestra adhesión a lo revelado por Dios a ciegas ni la fe consiste en un mero sentimiento vago de lo absoluto, como, con frecuencia, erróneamente se afirma.

Como acto, la fe tiene que ver con la razón y no con el sentimiento. Se cree con la razón, se asiente con la razón a lo que no se impone con evidencia ni se comprende en profundidad, movidos por la confianza absoluta en que Dios no nos engaña y por el amor a Dios que es base de esta confianza.

Esta es la peculiaridad del acto de fe, vivir en un claroscuro que hace decir a un poeta: “Aunque es de noche la tiniebla veo/ oscuridad que tornase penumbra/ veo sin ver porque la fe me alumbra/ y en esta noche luminosa creo”.

En este lenguaje poético, metafórico, el poeta nos hace entrever que en ese claroscuro de la fe tenemos “certeza” pero que la misma no proviene ni de la visión ni de un razonamiento.

Es cuestión de corazón. Como relata Lucas en los Hechos de los Apóstoles, a propósito del encuentro de Pablo con Lidia en Filipos: “El Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo” (16,14).

Ayudada por la gracia de Dios, Lidia, con más profundidad que el razonamiento, comprendió que lo que Pablo le anunciaba era la Palabra de Dios. Dos elementos faltan aún para ver la totalidad de lo implicado en la fe. El primero es que no basta creer con el corazón sino que hace falta profesar con la boca lo creído, es decir, mostrar testimonio y compromiso.

Finalmente, que la fe no es nunca un hecho privado sino que nos introduce en un “nosotros” que es la Iglesia que muestra — como comunidad— esta dimensión pública del creer y del anunciar a todos la propia fe.

Se cree, así, “en” y “con” la Iglesia; y se comprende mejor que la fe tiene un carácter, a la vez, personal (creo) y comunitario (creemos).

La fe, en efecto, nunca puede ser un hecho aislado y su conservación, cultivo y acrecentamiento, exige la comunión con el Papa y el Colegio episcopal que hacen presente, hoy, respectivamente, a Pedro y los demás apóstoles (cf. Catecismo de la Iglesia Católica n. 142-184).

Creer en Dios y Creer a Dios

Comentando la frase que Juan, en su Evangelio, pone en boca de Jesús: “La obra de Dios es que crean en el que Él ha enviado” ( 6,29) —y que ha servido de inspiración a este artículo— San Agustín distingue entre creer “a” Dios y creer “en” Dios. Creer “a” Dios expresa el acto de razón [razonable] con el que aceptamos como verdad —aun sin evidencia y ayudados por la gracia– lo que Dios revela.

Creer “en” Dios es un acto de confianza incondicional, de amor que se entrega libremente a quien lo ama; es un aspecto afectivo, que nada quita a la intrínseca razonabilidad del acto de fe.

Más aún, la fórmula “creer en Dios” expresa el contenido más propiamente teologal de la fe.

Pongamos esto más claro: si no fuera por nuestro amor con el que respondemos al amor de Dios en la certeza de que no nos engaña, la voluntad no podría mover a la razón a adherir de forma razonable a verdades que no se imponen con evidencia.

Por ello mismo, en el credo, que tiene una estructura tripartito-trinitaria, decimos creo “en” Dios Padre, “en” Jesucristo y “en” el Espíritu Santo. La fe, así, no se profesa sino a Dios, a las personas divinas.

Al igual que la esperanza y la caridad la fe se dirige no a “algo, a un enunciado” sino a “alguien, Dios Uno y Trino”.

Entendida de este modo la fe lleva en su raíz y en su término un elemento “personal” de naturaleza privilegiada, que no puede concernir sino a Dios.

Hagamos una última reflexión antes de concluir. Es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe y comprender mejor lo que le ha sido revelado.

Hay un dinamismo que liga de manera continua la fe con la razón que se puede resumir en dos frases muy concisas y claras.

La primera es de San Agustín: “creo para comprender y comprendo para creer mejor”. La meditación y comprensión de los misterios revelados, en efecto, lleva a un crecimiento en la fe.

La otra es de San Anselmo: “la fe interroga al intelecto y el intelecto interroga a la fe” (cf. Catecismo de la Iglesia Católica n. 158).

Se introduce, de este modo, un “círculo virtuoso” entre la fe y la razón, entre la teología, la filosofía y las ciencias con el que la cultura —y en especial nuestra razón— amplía su horizonte superando un positivismo asfixiante que reduce la verdad a lo experimentable.

Hoy más que nunca —en la cultura al menos de Occidente— es necesario afirmar la racionalidad del acto de fe y abrir la razón a la revelación del Dios cristiano que constituye su raíz más profunda.

MONS. ZECCA es Arzobispo emérito de Tucumán, Argentina, y Arzobispo titular de Bolsena.

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