Análisis

La religiosidad popular

Acabado el Concilio Vaticano II (1965), el secularismo, que venía acentuándose desde mucho tiempo antes, terminó, por una serie de factores religiosos y culturales, suscitando, en la Iglesia, una corriente teológica llamada “teología de la secularización”.

Hay que distinguir, sin embargo, con el Vaticano II entre “secularización” (justa autonomía de las realidades terrenas) y “secularismo” (las cosas creadas no dependen de Dios) (cf. Constitución Gaudium et Spes 36). Esta corriente teológica y sus representantes principales (H. Cox; D. Bonhöffer) estaban convencidos de que había que aceptar, de facto, el carácter secular del mundo y, en consecuencia, había que abandonar la “religión” en favor de un testimonio concreto de compromiso con el mundo, de construcción cristiana de la sociedad.

Todavía recuerdo, en los años 70, un pequeño libro del padre Gustave Thils que llevaba como título Cristianismo sin religión. El autor criticaba la expulsión de la religión del ámbito de la cultura y la plena asunción del carácter exclusivamente secular del mundo.

Hasta los mismos sacerdotes debían dejar, prácticamente, su ministerio, para dar testimonio de compromiso en el ámbito laboral y profesional. De este modo la religión —en cierto sentido—, quedaba fuera hasta de la misma Iglesia.

Con el tiempo, sin embargo, los movimientos carismáticos, provenientes del protestantismo, reintrodujeron la religión, la oración, la apertura a Dios, a Jesucristo y, particularmente, al Espíritu Santo y, poco a poco, fueron penetrando en la Iglesia Católica. Esto significó una bocanada de aire fresco.

Por cierto —dado el rumbo que iba tomando la cultura—, ya desde Pablo VI, en Evangelii Nuntiandi (1975), se plantea la necesidad de una “nueva Evangelización” dirigida, entre otras cosas, a fomentar la “piedad popular” para reintroducir el equilibrio entre evangelización (fe, doctrina) y promoción humana (testimonio, acción).

Los Papas que lo sucedieron: Juan Pablo II, Benedicto XVI y, actualmente, Francisco, no dejan de insistir en el tema. Sólo que ya, en estos últimos años, comienza a hablarse de “Re-Evangelización” porque el catolicismo cultural de hace 50 o 60 años ha desaparecido, al menos en el mundo occidental, y hay que volver a evangelizar “sin dar nada por sentado” tomando, para ello, el Catecismo de Juan Pablo II y respetando su lógica interna.

Hay que predicar la fe a este mundo neo-pagano, como lo hizo la Iglesia en sus inicios, en el Imperio Romano. Este es nuestro gran desafío en este “cambio de época”, con características similares a la Ilustración (s. XVIII) y al Modernismo (s. XX) interrumpido por las condenas de San Pío X y la situación histórico-cultural acabada la primera guerra mundial .

No podemos engañarnos: basta ver la crisis de verdad —y de fe— que está atravesando la Iglesia para constatar que el movimiento modernista ha sido plenamente retomado, con su carga de secularismo, relativismo, subjetivismo, y aun de contestación a la autoridad y de exigencia de una suerte de democracia dentro de la Iglesia en la toma de decisiones.

Ello no obstante, la “religión” ha vuelto por sus fueros [hoy, el 80% de la población mundial se reconoce religiosa] y se ha instalado plenamente en la cultura que, actualmente, ofrece un sincretismo religioso que permite a cada uno armar su propio menú, conforme a su gusto, por supuesto con total independencia de la Iglesia, de su liturgia y de sus estructuras jerárquicas.

Se trata de una religiosidad natural, exclusivamente humana, no raramente cerrada a la trascendencia. Este hecho, sin embargo, no debería sorprender puesto que el hombre es naturalmente un ser religioso.

Por ello mismo el Concilio Vaticano II ha podido afirmar que el ateísmo […] no es un fenómeno originario, sino más bien un fenómeno surgido de diferentes causas histórico-culturales (cf. Gaudium et Spes 19).

Sin entrar en precisiones —imposibles en un artículo tan breve— recojamos algunos datos de importancia. Comencemos con el término: “religión” procede del latín “religio” que, a su vez, proviene del verbo “religare” [volver a “ligar”, relacionar, vincular, al hombre con Dios].

Es una virtud [hábito] aneja a la “justicia”. Con Dios no puede haber relaciones de justicia, porque la misma [que se define como “dar a cada uno su derecho”] presupone relaciones de “Igualdad”.

Con Dios no la hay puesto que nunca podríamos devolver lo que nos brinda. Su objeto es el “culto divino” —que le debemos— y, de ahí, que el no participar de la Eucaristía dominical sea un pecado de los más graves.

El culto es un derecho que Dios tiene, que engendra, de nuestra parte, una obligación. Desde la antropología el hombre se ve ligado esencialmente a la creación, al semejante y a Dios. Más aún, la religión [ligada esencialmente a Dios] es la “clave” de la cultura y condiciona los otros dos ámbitos de relación.

Pero los hombres vivimos en la pertenencia a un pueblo, a una cultura con su propio “ethos” o preferencia valorativa, con un estilo de vida común, una historia y un futuro que nos liga entre nosotros.

Pues bien, la religiosidad popular surge de este contexto; este es el humus que la alimenta; y surge espontáneamente.

En su núcleo, es un acervo de valores que responden con sabiduría cristiana a los grandes interrogantes de la existencia expresado en devociones, ritos, tradiciones, tan variados como variados son los pueblos y las culturas.

La evangelización tiene en este verdadero tesoro del pueblo de Dios, en su sentido casi innato de lo sagrado y de lo trascendente, sumamente perspicaz de los atributos profundos de Dios [paternidad, providencia, presencia amorosa y constante, misericordia], una ayuda invalorable para hacer de la relación entre la obra de evangelización y la cultura un feliz encuentro.

Ella constituye un excelente punto de partida para la siempre compleja tarea de la “inculturación” del Evangelio en el corazón de los pueblos y de las culturas (cf. Pablo VI Evangelli Nuntiandi [1975] 48; 57).

Ciertamente, en cuanto supone una concreta encarnación de la Palabra de Dios, la piedad popular es una forma activa con la cual el pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo, pero, a su vez, tiene ella misma que ser evangelizada, purificada de cualquier sincretismo que pudiera afectar sus expresiones y, así, separarla de la recta doctrina de la Iglesia.

El criterio fundamental para juzgar el carácter genuino de la piedad popular es su relación con la Liturgia.

La piedad popular, como expresión legítima del culto cristiano, expresa los sentimientos religiosos más puros y, por ello mismo, jamás debe ser despreciada, pero siempre debe ser armonizada con la Liturgia. Se trata de dos expresiones entre sí vinculadas, pero no homologables.

La piedad popular debe conducirnos a la Eucaristía, a los sacramentos [Liturgia], en definitiva, al culto tal como el mismo es concebido y prescripto en la Tradición y en los Rituales de la Iglesia.

Favorecer la mutua fecundación entre Liturgia y piedad popular es un elemento fundamental para encauzar con lucidez y prudencia los anhelos de oración y vitalidad que, como fruto del Espíritu, sigue —a pesar del reinante secularismo— aún vivo en los países de antigua tradición cristiana.

En este sentido urge fortalecer la pastoral de los Santuarios. La celebración de la Liturgia, la predicación, la catequesis, constituyen, en ellos, instrumentos indispensables para enriquecer y purificar la piedad de los fieles que los visitan.

Una palabra final: conviene releer el Directorio sobre la piedad popular y la Liturgia, publicado por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos en 2002.

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