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La transparencia, ¿santo remedio?: La crisis de los abusos sexuales y el riesgo de una revolución

La historia de la Iglesia es una historia de santos y pecadores. Y es evidente que en los últimos tiempos la parte pecadora ha estado más visible que la santa.
En vísperas del gran jubileo del año 2000, Juan Pablo II pidió oficialmente perdón por los pecados de la Iglesia, y ese gesto parece haber tenido un significativo impacto en la opinión pública. Hoy, sin embargo, todo eso parece haber sucedido hace mucho tiempo. (Lo mismo podría decirse de la avalancha de beatificaciones y canonizaciones durante el pontificado de Juan Pablo II.) Esta es una época de desolación para la Iglesia, como reconoció en enero pasado el papa Francisco en Santiago de Chile. Y entonces aún no sabía que su visita a Chile marcaría el inicio del año más difícil de su pontificado.

En su larga historia, la Iglesia Católica ha sobrevivido muchos períodos en los que sus pecados han sido mucho más notorios que su santidad. Los pecados cometidos por hombres en posiciones de poder en la estructura de la Iglesia —en especial la simonía, el nepotismo y la corrupción en sus diversas modalidades— dieron lugar a escándalos y a reformas. Para muchos ya está claro que el actual escándalo de abusos sexuales de clérigos es la crisis más grave que ha enfrentado la Iglesia desde la Reforma. Entre los creyentes católicos, la reputación de Roma, de los obispos y del sistema de gobierno la Iglesia está hoy al nivel más bajo que se haya visto en siglos. La magnitud de esta crisis debe entenderse a partir de cómo ha afectado no solo el funcionamiento institucional de la Iglesia, sino también la opinión que el católico común tiene de ella.

El libro más importante del siglo XX sobre la reforma de la Iglesia, Verdadera y falsa reforma en la Iglesia, de Yves Congar, nos puede dar cierta perspectiva, sobre todo porque el papa Francisco mismo parece profesar una eclesiología muy “congariana”. Como la mayoría de los teólogos católicos del siglo XX, Congar asumía que la falta de santidad personal de la alta jerarquía no era ya un problema grave, como lo había sido en siglos anteriores. El problema que la reforma eclesial realmente debía confrontar era, según Congar, lo que él llamaba “los errores histórico-sociales”: ideas y actitudes que existían como rezagos de una sociedad de cristiandad que la Iglesia debía superar. En 1950 Congar escribía: “No es cuestión de reformar abusos, pues prácticamente no hay ninguno que reformar. Se trata más bien de renovar las estructuras”.

Los abusos sexuales por parte de clérigos han puesto en evidencia una situación diferente, que pone en entredicho tanto la santidad personal como la idoneidad de las actuales estructuras de la Iglesia. Como resultado, el debate sobre la reforma eclesial no se limita ya a la inercia institucional. Ahora debe incluir también la corrupción moral.

“Si la crisis deslegitima al episcopado, el poder que pudieran perder los obispos, ¿quedaría en manos de personas a las que podríamos pedir menos cuentas que a ellos, como, por ejemplo, quienes donan grandes cantidades de dinero a la Iglesia? ¿De veras queremos que los grandes donantes hagan en la Iglesia lo que han hecho en la política americana?”, pregunta Faggioli. (CNS/Paul Haring)

Los católicos que miran con recelo el Vaticano II piensan que la causa de la corrupción moral fue el aggiornamento teológico de las décadas más recientes: la Iglesia se abrió al mundo y lo único que logró fue contagiarse de sus enfermedades. Esto muestra que cualquier interpretación de la crisis actual y cualquier propuesta de reforma estará siempre anclada en la manera particular en que se entiendan las reformas del Concilio, o sea, dependerá de si uno cree que el Concilio fue demasiado lejos o si piensa que no fue suficiente. Es irónico que a los teólogos del Vaticano II se los culpe habitualmente de haber sido demasiado optimistas en relación con las posibilidades de reformar la Iglesia: en realidad los optimistas fueron quienes marginaron a esos teólogos en favor de un status quo eclesial que protegía a los abusadores.

Otra diferencia entre la visión de Congar y los debates actuales sobre la reforma eclesial está relacionada con lo que podríamos llamar funcionalismo o tecnocracia: la idea de que existe un conjunto de “buenas prácticas” universalmente válidas que se pueden implementar en todas las organizaciones, incluso en la Iglesia. Durante el siglo XX, la eclesiología católica recuperó la dimensión mística, sacramental e invisible de la Iglesia que había sido aminorada por el Concilio de Trento. Pero el Vaticano II también importó de la cultura secular ciertos elementos de la tecnocracia en relación con el gobierno de la Iglesia (por ejemplo, el límite de edad para los obispos). No fue una controversia entre liberales y conservadores en el Concilio Vaticano II, ni lo es hoy tampoco. Pero el papa Francisco es mucho más escéptico acerca del funcionalismo eclesial que lo que muchos laicos, tanto liberales como conservadores, parecen ser. Es por eso que su eclesiología “congariana” —y, en sentido más general, la eclesiología episcopalista del Vaticano II— han sido puestas a prueba por el escándalo de los abusos sexuales. Su concepción de la reforma no es primariamente de procedimiento, y sin embargo, son precisamente nuevos procedimientos lo que muchos reformadores laicos demandan hoy.

Ciertamente, es necesario y urgente implementar reformas radicales. Podríamos estar aproximándonos a una revolución en la eclesiología católica: un nuevo período postconciliar. Resulta sorprendente que la crisis de los abusos sexuales parezca estar llevando a los católicos conservadores de Estados Unidos a optar por “la discontinuidad y la ruptura” en lugar de “la continuidad y la reforma”.

A pesar de las preferencias personales del Papa, esta ola de escándalos podría traer más reformas tecnocráticas con el objetivo de hacer el gobierno de la Iglesia más transparente y responsable. Eso implica algunos riesgos que vale la pena mencionar. Si la crisis deslegitima al episcopado, el poder que pudieran perder los obispos, ¿quedaría en manos de personas a las que podríamos pedir menos cuentas que a ellos, como, por ejemplo, quienes donan grandes cantidades de dinero a la Iglesia? ¿De veras queremos que los grandes donantes hagan en la Iglesia lo que han hecho en la política americana? Incluso si uno asume que la crisis de los abusos sexuales demuestra la necesidad de un mayor nivel de democracia en la Iglesia, no se puede asumir que cualquier cosa que haga menos poderosos a los obispos necesariamente hará a la Iglesia más democrática.

La solución no es, por supuesto, mantener el status quo. El problema es que la “iconoclasia eclesiológica” producida por el escándalo de los abusos sexuales, en combinación con otros abusos de poder y escándalos financieros, podría hacer que la Iglesia terminara funcionando como una corporación. Esta es una tentación particularmente fuerte para la Iglesia en países desarrollados, en los que la corporación se ha convertido en el modelo de todas las instituciones, incluso el estado. Ese es uno de los riesgos de “la sociedad de la transparencia” sobre la que ha escrito el filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han. Según él, dicha sociedad supone “la abolición de todos los ritos y ceremonias, puesto que no admiten ninguna medición operativa”. Más fundamentalmente, en este urgente esfuerzo de reforma, los católicos deberán desarrollar un nuevo sentido de la confianza que complemente los nuevos sistemas de control. Sin confianza, el control se vuelve opresivo, incluso totalitario. Es más, la lógica de la transparencia total está en las antípodas del misterio y la interioridad de la auténtica experiencia religiosa.

La mayoría de los católicos, incluso aquellos que escriben sobre la Iglesia, sienten hoy una especie de agotamiento espiritual tras las revelaciones sobre el cardenal Theodore McCarrick. La inmundicia es desmoralizadora. Por supuesto, la Iglesia necesita una reforma, y el poder del clero deber ser controlado. Sin embargo, me preocupa que las más iconoclastas demandas de transparencia y rendición de cuentas puedan conducir a un nuevo “despojo de los altares”. Como nos recuerda a menudo el papa Francisco, la Iglesia no es una ONG.

Esta columna fue publicada originalmente en inglés en la revista Commonweal. Publicada y traducida con la autorización de su autor. Para consultar el original Is Transparency a Cure-All? The Abuse Crisis and the Risks of Ecclesial Revolution haga clic en el enlace.

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Massimo Faggioli es historiador y profesor de Teología y Estudios Religiosos en la Universidad de Villanova (Filadelfia) y escritor colaborador de la revista Commonweal. Fue profesor en la Universidad de St. Thomas (St. Paul, Minnesota) de 2009 a 2016, donde fue director fundador del Instituto para el Catolicismo y la Ciudadanía (2014-2015). Recibió su doctorado en Historia Religiosa de la Universidad de Turín en 2002. Sus publicaciones recientes incluyen: “Vatican II: The Battle for Meaning” (Paulist, 2012); “True Reform: Liturgy and Ecclesiology in Sacrosanctum concilium” (Litúrgica, 2012); “Sorting Out Catholicism. A Brief History of the New Ecclesial Movements” (Liturgical, 2014); “Pope Francis: Tradition in Transition” (Paulist, 2015); “A Council for the Global Church. Receiving Vatican II in History” (Fortress, 2015); “The Rising Laity. Ecclesial Movements since Vatican II” (Paulista, 2016); “Catholicism and Citizenship: Political Cultures of the Church in the Twenty-First Century” (Liturgical Press, 2017). Puede seguirlo en twitter en @MassimoFaggioli.