Se acerca ya el Miércoles de Ceniza, el inicio de la Cuaresma, que este año nos llega once días antes que el año pasado. En 2020, el Miércoles de Ceniza fue el 26 de febrero mientras que este año será el 17.
Podríamos decir que fue “un año corto” el que transcurrió entre una y otra Cuaresma. En realidad, todos sabemos que este ha sido el año más largo de nuestras vidas.
Unos días después de comenzar la Cuaresma el año pasado, nuestro mundo cambió y nuestras vidas fueron puestas patas arriba. En el mes de marzo, la pandemia del coronavirus obligó al cierre de escuelas, restaurantes y otros negocios en Nueva York y otras partes del país.
El 13 de marzo, Mons. Nicholas DiMarzio anunció la suspensión del precepto dominical, de modo que los fieles que por razones de salud no quisieran participar en misa no se sintieran obligados a ello.
Al día siguiente la Diócesis anunciaba el cierre temporal de todas las parroquias y la suspensión de la celebración pública de la misa.
Millones de personas en nuestra ciudad, nuestro país y alrededor del mundo, comenzaron entonces a ver la misa por televisión o internet.
La celebraciones públicas de la Semana Santa fueron también suspendidas. Muchos nos esperanzamos durante el verano, cuando la pandemia parecía amainar. El otoño nos trajo una segunda ola que ha resultado más brutal que la de primavera.
Mientras escribo esta columna, unas tres mil personas mueren cada día por complicaciones de COVID-19 en Estados Unidos. Unas 430,000 personas han muerto en nuestro país a causa de la pandemia.
Millones de personas han experimentado la pérdida de seres queridos, millones han quedado sin empleo y viven en extrema precariedad. Todo este año ha sido como una larga Cuaresma.
Hemos vivido prisioneros del miedo, la enfermedad, las dificultades económicas de todo tipo, las medidas propias de la cuarentena.
Nuestras vidas no se parecen ya a nuestras vidas. La creación de varias vacunas eficaces ha renovado las esperanzas de llegar al final de este “estado de excepción” en que se ha convertido nuestra vida cotidiana.
Sí, este ha sido el año más largo de nuestras vidas. ¿Cuándo terminará?
Comenzamos la Cuaresma de 2021 y nos parece que nunca terminó la del año pasado. La esperanza cristiana, lo sabemos, no está en el horizonte terrenal. Nuestra esperanza se centra en la Resurrección de Jesús.
Es para esa celebración que nos comenzaremos a preparar el Miércoles de Ceniza. Y sin embargo, eso no quiere decir que la esperanza humana, terrenal, nos sea ajena.
Por supuesto que la creación de vacunas contra el COVID-19 nos alegra y nos llena de esperanza.
Tenemos razones válidas para pensar que la crisis pasará, que nuestras vidas, en unos meses, podrían volver a un estado parecido al que tenían antes de que ninguno de nosotros hubiese oído jamás la palabra COVID.
Quizás esta Cuaresma que iniciamos en pocos días sea el momento idóneo para comparar nuestras esperanzas.
Porque en esas dos esperanzas se puede resumir la vida del cristiano. Por una parte, estamos llamados a trabajar por un construir un mundo más justo, más humano. Estamos llamados a comenzar la construcción del Reino en nuestra vida cotidiana.
Ese llamado se identifica con nuestros anhelos y esperanzas terrenas. Pero el punto focal de nuestras vidas está más allá.
Si creemos que la resurrección es nuestro destino, la esperanza cristiana está más allá de los límites de nuestra vida meramente terrena.
“¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?”, nos dice Jesús en el Evangelio.
Esa pregunta es quizás la mejor manera de expresar la tensión entre nuestras dos esperanzas. Jesús no dice que “ganar el mundo entero” sea malo.
Nos dice que será inútil si, en el afán de ganar el mundo, se pierde el alma.
Los que vinimos a este país en busca de mejores horizontes nos hemos dado a la tarea de “ganar el mundo” de una manera enfática y evidente.
Los que conservamos la fe tras el largo viaje hacia el norte seguimos metidos en “el negocio” de salvar el alma.
Ojalá este “año cuaresmal” nos haya puesto más en claro la tensión y el carácter complementario de nuestras dos esperanzas.
Quiera Dios que en los meses que se aproximan la pandemia del COVID-19 quede bajo control y podamos abrazar a los amigos, disfrutar un concierto o viajar de vacaciones como antes. No hay nada que objetar a esa legítima esperanza.
Pero pensemos también que “el año de la peste” vino a recordarnos que la única esperanza definitiva es la otra, la del sepulcro vacío en Jerusalén.
Con ese ánimo vivamos esta Cuaresma.
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