Finalmente, pasaron las elecciones, aunque mientras escribo esta columna no sabemos aún quién será el presidente de Estados Unidos por los próximos cuatro años. Lo que sí sabemos es que el país está divido, que las discusiones sobre política han acabado con amistades de años e incluso han tensado el ambiente en muchas familias.
Es curioso que mientras esas furiosas discusiones en Facebook nos hacían disgustarnos con gente querible y querida, la pandemia nos obligó a quedarnos en casa, cuidar enfermos, ayudar a quienes se han quedado sin trabajo.
¿Acaso preguntamos a nuestros vecinos sobre sus opiniones políticas antes de aceptar su ayuda u ofrecerles la nuestra? Resulta curioso que en esta época en que tantos han sentido y demostrado la solidaridad en las cosas más serias, aún nos dejemos cegar por las pasiones políticas.
Habiendo crecido en un país comunista, recuerdo con tristeza cuántas familias quedaron divididas y cuántas amistades fueron destruidas por la política. Los inmigrantes hemos venido a Estados Unidos en busca de una vida más digna y más libre. Nosotros deberíamos saber bien que el mayor beneficio de la democracia es que podemos estar en desacuerdo sin convertirnos en enemigos.
A veces tengo la impresión de que estamos perdiendo ese don democrático. Tendemos a pensar que quien no coincide con nuestras opiniones es porque no entiende de política o no es una buena persona. En esencia, la democracia es aceptar que personas bien informadas y buenas pueden tener opiniones diferentes.
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Como católicos, incluso en aquello que consideramos abominable —el aborto y la pena de muerte, por ejemplo— estamos llamados a combatir el pecado sin odiar al pecador.
Durante los próximos meses, la mejor contribución que podremos hacer a nuestra sociedad será ser buenos católicos. Eso siempre es verdad, pero quizás ahora sea más necesario que nunca. Nuestra sociedad necesita personas que puedan estar en desacuerdo sin odio. Estados Unidos necesita ciudadanos que se comporten —¡aún en las redes sociales!— con cortesía y respeto. La esencia misma de esta sociedad está bajo el peso de una epidemia que ha matado a casi un cuarto de millón de nuestros conciudadanos, una crisis económica que ha dejado a millones desempleados, y tensiones raciales que han generado protestas, y muchas veces violencia, en nuestras ciudades.
Y en medio de esta “tormenta perfecta”, tenemos el deber de reconciliarnos tras la campaña política más enconada que podamos recordar.
Cada día recibimos un bombardeo de información de medios de prensa que presentan a nuestra sociedad como un campo de batalla entre dos facciones irreconciliables. Hay demasiadas personas convencidas de que el otro partido no debería jamás gobernar el país. Los expertos de opinión de cada bando han prometido que la victoria del otro grupo representaría “el fin de los Estados Unidos que conocemos”.
Este es un buen tiempo para recordar lo obvio: La familia es más importante que la política, la amistad es más importante que el candidato por el que votaste.
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