La pandemia de las armas

En octubre del 2019 fui a una misión a Nebraska. Me hospedé con unos amigos mexicanos, un matrimonio y una hija joven nacida en Estados Unidos. La pareja estaba haciendo planes para mudarse a Texas; pero la joven, de 20 años, dijo que tenía un buen trabajo con muy buenos beneficios y que probablemente iba a quedarse.

“¿En qué trabajas?”, le pregunté. “Empaco balas, y en estos meses estoy trabajando sobretiempo porque temen que las leyes cambien; están apresurados fabricando más armas”, contestó, mientras me miraba fijamente como buscando mi reacción. Guardé silencio, necesitaba tiempo para digerir lo que acababa de escuchar. Ella también hizo silencio. Luego continuó: “¿Usted piensa que es malo lo que hago?”.

“La respuesta debe salir de ti misma; vamos a dialogar para dar un poco de luz a tu dilema”, le respondí. Hablamos de la segunda enmienda, del acceso fácil a las armas y del poder económico de la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés). Le pregunté cómo se sentía ella frente al impacto de los tiroteos masivos en la sociedad, especialmente de los que ha ella ha sido testigo en sus años juveniles. Igual que muchos, ella piensa que las personas pueden tener armas en sus casas y pueden tener control de cómo y cuándo las usan, y que los que cometen las matanzas están mal de la mente.

En mi niñez escuchaba en Ecuador que la gente mataba a personas determinadas. De hecho, mataron a mi abuelo. A mi padre también lo buscó un sicario para matarlo. No llegó a hacerlo. Lo cierto es que aún en medio de esta violencia, nunca escuché que dispararan a personas en masa en cualquier parte sin más ni más.

Esto lo he visto una y otra vez en los Estados Unidos, donde ya vivo desde hace 51 años. Hemos sido testigos de masacres en escuelas primarias y secundarias, en universidades, en supermercados, en centros comerciales, en cines, en discotecas, en spas, y peor aún, en templos sagrados como una Sinagoga o una Iglesia cristiana. ¿Es que ya no estamos seguros en ningún lugar?

Tengo tanto que agradecerle a este país; sin embargo, cómo duele reconocer que en cuanto a las masacres lo único que hace después de ellas es ofrecer sentidas condolencias y oraciones; y todo lo demás se queda en promesas. Hemos visto una y otra vez como empieza el diálogo en el Congreso, y poco a poco, entre discusiones y falta de acuerdo, el tema se suspende.

En mi opinión, la solución se hace difícil porque detrás se mueven millones. Aparte del dinero que deja la fabricación y venta de armas, la Asociación Nacional del Rifle financia políticos y organizaciones. Ha entregado dinero y apoyo publicitario a 319 congresistas que hoy están en el capitolio, la mayoría republicanos. (Fuente: “Esto es lo que recibieron de la Asociación del Rifle los congresistas de las zonas con más latinos en EE.UU.”, Antonio Cucho, Alejandro Fernández Sanabria y Lucía Cohen, 5 de octubre de 2017 en Univisión Noticias).

El mismo artículo añade que la NRA defiende la tenencia legal de armas de fuego para procurar la seguridad de la ciudadanía. Sin embargo, según una base de datos de Mother Jones, el 77% de todos los tiroteos masivos registrados desde 1982, incluyendo el de Las Vegas, se perpetraron con armas obtenidas legalmente.

La lista de las historias de las masacres se está haciendo larga. En lo que va del 2021 han ocurrido al menos 267 tiroteos masivos en todo el país, según el grupo de investigación Gun Violence Archive, al que hace referencia Rafael Romo, CNN, Español el 12 de junio, 2021, con ocasión del quinto aniversario de la masacre en el club Pulse, en Orlando, Florida.

En otro aspecto, es muy preocupante que hasta parece que se está haciendo normal escuchar una matanza más. ¿Será que nos estamos haciendo inmunes al dolor al mismo tiempo que nos estamos haciendo inmunes al virus del COVID-19? ¿Estamos afirmando que los problemas se resuelven con violencia?

“Bienaventurados los que trabajan por la paz porque serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5,9).

Dificultades para reintegrarse a la normalidad

La menor de mis nietas, de 8 años, ha aprendido a desenvolverse muy bien en la escuela virtual. Se siente muy segura estando en casa, y dice que no quiere volver a clases.

El otro nieto, de 10 años, ya finalmente en clases presenciales, se escondía detrás de la cámara para no prestar atención, mientras jugaba o hacía otras cosas, porque decía que no le gustaba esta manera de asistir a clases.

Juanita, de 53 años, aunque está vacunada, todavía no asiste a la Santa Misa en forma presencial porque tiene temor de contagiarse y traer el virus a su mamá de 95 años. Eso sí, todos los días asiste a la Misa Virtual y al grupo de oración en zoom.

Tomás y Ana, de 56 y 55 años respectivamente, temen reintegrarse a actividades tanto de la Iglesia como otras por temor a que el virus, muy activo en otros países, pueda entrar con otras variantes a través de las personas que llegan al país.

En cambio, Juan, de 25 años, está desesperado por reintegrarse al campus universitario.

En cuanto a la mascarilla, muchos, aunque ya puedan andar sin ella porque están vacunados la siguen usando por si acaso se encuentren con los no vacunados.

¿Cuáles son las razones detrás de cada comportamiento?

Respecto a los que tienen miedo de salir, el Dr. Arthur Bregman, psiquiatra, en un artículo de Génesis Ibarra Vásquez, publicado el 4 de abril, 2021, en El Vocero, de Puerto Rico, dice: “El rechazo a salir de casa podría deberse al temor al virus, incertidumbre o incluso ansiedad social luego de un año de aislamiento”.

Añade que ha observado este comportamiento en cerca del 20% de sus pacientes, desde enero a abril 2021. Lo comparó con las secuelas de la pandemia de influenza de 1918, cuando parte de la población comenzó a sufrir de trastorno por estrés postraumático.

De acuerdo a un estudio de la Asociación Estadounidense de Psicología (APA, por sus siglas en inglés) el 49% de los ciudadanos, entre ellos adultos que ya se vacunaron contra el COVID-19, no se sienten cómodos con el reencuentro presencial después de la pandemia.

El 46% teme regresar al estilo de vida que tenían un año atrás.

La licenciada en psicología Marina Rovne, especialista en crisis de ansiedad, fobias y pánico, dice que “la incertidumbre y el confinamiento duro del año pasado en torno al COVID-19 quedó atrás, pero dio lugar a un nuevo nivel de angustia en el 2021.

Ahora, muchos sienten una sensación de cansancio, tristeza y/o hastío por la situación.

La Doctora añade que “es importante tener en cuenta que este estado anímico es una respuesta natural. Aunque la vivamos o etiquetemos como ‘negativa’ tiene que ver con una reacción sana del cuerpo ante situaciones de estrés”.

Frente a estas explicaciones de los psicólogos podemos entender el sentir de la gente, y entendernos a nosotros mismos. Pasamos un proceso de confinamiento; y ahora estamos en el proceso de salir de él.

Para ayudarnos debemos “dejar de lado los pensamientos negativos construyendo nuevas pautas dinámicas hacia el futuro”, recomienda Rovne.

Lo que es cierto para todos es que después de la pandemia no seremos los mismos. Nos quedarán marcas. Habrá personas amadas que ya no están, las secuelas físicas o emocionales de los que se enfermaron se reactivarán de vez en cuando, las cicatrices de lo vivido siguen allí; el miedo no ha desaparecido; y puede ser que a muchos, como dicen los psicólogos, los invada la tristeza y los trastornos de ansiedad pospandemia.

En cuanto a volver a la Iglesia, todos estos factores y otros influyen en la decisión de reintegrarse a ella de forma “normal”.

La persona que mantuvo conexión con su comunidad, al menos virtual, volverá más pronto que la que reemplazó las actividades del domingo por otras que ahora ocupan el espacio dominical eclesial.

¿Cómo buscarlos y atraerlos? Ese es un trabajo pastoral que requiere amor, paciencia y tiempo.

Ahora es el momento de reunir el rebaño. Necesitamos más que nunca una Iglesia en salida, como nos ha pedido tantas veces el papa Francisco; una Iglesia que busque sus ovejas desperdigadas en el mundo de las periferias existenciales en las que se encuentren.

Y como la Iglesia somos nosotros, vamos a colaborar en este proyecto de escucha, oración y paciencia.

Huérfanos de amor materno

Mayo está aquí de nuevo trayéndonos el Día de las Madres. Después de un año de pandemia, en cientos de hogares tenemos el corazón compungido, la mente llena de recuerdos y la silla de la madre vacía para siempre.

El COVID-19 u otra enfermedad se la llevó, en muchos casos sin un abrazo de despedida. Un cristal, una pantalla de un teléfono o una tableta fueron el instrumento de comunicación.

En otros, la despedida fue el sonido de la ambulancia cuyo recuerdo retumba en los oídos porque fue la última vez que se la vio. Atrás han quedado adultos, jóvenes y hasta niños sin el ser que les dio la vida, y en muchos casos hasta sin la protección del papá.

En los Estados Unidos, la pandemia que ha causado más de medio millón de muertes, ha dejado, hasta febrero 2021, entre 37 mil y 43 mil niños sin alguno de sus padres, según estimaciones de una investigadora de la Universidad de Stony Brook, publicada en la revista JAMA de Pediatría.

Es decir, la pandemia ha dejado, en un año, entre un 18 % y un 20% más de huérfanos que la cifra habitual. De estos, los niños afroamericanos son los más afectados.

También hay huérfanos temporales, los niños migrantes “no acompañados” que aunque se tiene la esperanza de reunirlos con sus padres en un futuro cercano, al presente están sufriendo carencia del amor no sólo materno, sino también paterno.

Algunos niños que llegan a la frontera de México y Estados Unidos tienen solamente 6 o 7 años, una edad en la que las madres son más necesarias que nunca.

Según datos obtenidos por la cadena de televisión CNN, en marzo 14, 2021, más de 4.000 niños migrantes no acompañados se encontraban bajo custodia de la Patrulla Fronteriza.

Es decir, más de 4.000 inocentes sin el amor que solo una madre sabe dar. La falta de una madre marca al ser humano de una forma o de otra. Hay un antes y un después.

Un adulto sufrirá y aprenderá del dolor. Con oración y ayuda su sufrimiento se convertirá en fuente de crecimiento y apoyo para otros.

Un estudio dirigido por Rachel Kidman, advierte que “los niños que pierden a uno de sus padres corren un riesgo elevado de sufrir un duelo traumático, depresión, malos resultados educativos, muerte involuntaria y suicidio, consecuencias que pueden persistir hasta la edad adulta”.

En estos casos y en los de separación temporal, los sicólogos advierten que los niños perciben la ausencia de la madre como un abandono, lo cual puede causar trastornos de ansiedad que se traducirán a lo largo de la vida en problemas emocionales.

En este mes de mayo del 2021 vale la pena recordar a Santa Teresita del Niño Jesús, quien quedó huérfana de madre a los 4 años y se refugió en su hermana Paulina buscando el calor maternal. Hoy en día conocemos muchas historias similares, en la que a hermanos mayores les ha tocado asumir el rol de sus padres.

Teresita de Jesús, ya siendo adulta y consagrada a la vida conventual, por orden de la Madre Inés de Jesús, escribe en su autobiografía “Historia de un alma”: “Tengo que decirte, Madre, que a partir de la muerte de mamá, mi temperamento feliz cambió por completo. Yo, tan vivaracha y efusiva, me hice tímida y callada y extremadamente sensible. Bastaba una mirada para que prorrumpiese en lágrimas, solo estaba contenta cuando nadie se ocupaba de mí, no podía soportar la compañía de personas extrañas y solo en la intimidad del hogar volvía a encontrar mi alegría”.

Su padre, y sus hermanas mayores, especialmente Paulina, la ayudaron a llenar el vacío del amor materno. Su amor a la Madre del Cielo, la Virgen María, la acompañó y dirigió desde niña.

“Antes de coger la pluma, me he arrodillado ante la imagen de María, la que tantas pruebas nos ha dado de las predilecciones maternales de la Reina del cielo por nuestra familia, y le he pedido que guíe ella mi mano para que no escriba ni una línea que no sea de su agrado.” Que nuestra Madre María nos abrace a todos los que anhelamos el abrazo de la madre ausente. ¡Feliz Día de la Madre”.

¡Señor, resucítanos contigo!

Hemos caminado un desierto en un año de pandemia. Más de dos millones y medio de personas han muerto en el mundo a causa del COVID-19 desde marzo 2020 hasta la fecha.

En los Estados Unidos hemos enterrado a más de 500,000 hermanos, entre ellos seres queridos a los que en muchos casos no se los pudo acompañar ni en sus últimos momentos; ni a su última morada, porque no se nos permitió verlos, no pudimos llegar, o porque todavía hay quienes están buscando sus cadáveres.

Las historias de dolor viven dentro del alma de los que sobrevivimos para narrarlas. En esta Pascua del 2021 en la que ya podemos acudir a la Iglesia, todavía con medidas sanitarias y mascarillas, le decimos a Jesús Resucitado: ¡Señor, resucítanos contigo!

¿Cómo olvidar lo que nos ha pasado?

Las marcas viven dentro y fuera de nosotros. Estamos afectados física y emocionalmente.

¿Qué podemos hacer para seguir adelante, para poder alzar de nuevo el vuelo? ¿Qué nos ha funcionado en el pasado?

Recordé un suceso traumático que sufrí en marzo del 2005 cuando tuve un accidente automovilístico.

Busqué en mis archivos y encontré el artículo en el que narré aquella dolorosa experiencia: ¡Señor, resucítame contigo! Recordé que me llevaron al hospital, en el que permanecí en una cama por varias horas en profunda soledad, porque al no sangrar nadie me ponía atención.

Volví a recordar que con el paso de los días las imágenes de terror, sobresalto y ansiedad vivieron conmigo por largo tiempo, y que para sanarme emocionalmente hice lo siguiente:

1) Pararme al pie de la cruz, con María, poniendo allí mi dolor, mis angustias y mis miedos;

2) Juntarme con mi comunidad de hermanos para compartir y orar juntos, como hicieron María y los discípulos cuando Jesús murió en la cruz;

3) Practiqué reemplazar las imágenes de dolor con frases de acción de gracias a Dios por la vida;

4) Busqué apoyo profesional que me ayudara a canalizar mis emociones.

Estas técnicas de oración y vida comunitaria me ayudaron y fortalecieron.

Hoy, las estoy practicando de nuevo, y las comparto en este artículo con otros. Con el tiempo aparecen nuevas dificultades, y muchas veces el recuerdo regresa porque en el subconsciente queda grabado todo.

Por eso, al tocar un tema que duele revivimos la experiencia pasada. Para sanarse, hay que volver a mirar la Cruz, pedirle a Jesús que entre en la historia de esos momentos dolorosos y que los lave con su Sangre.

Ayuda mucho en la soledad sentarse a conversar con Él; y acudir a la Iglesia a alimentarse de su Santa Eucaristía.

Cuando la pregunta inevitable del “por qué” martillee nuestra mente, recordemos que Romanos 8, 28 dice que el Señor usa todo lo que nos pasa para nuestro bien. Es preciso seguir alerta, no se puede bajar la guardia.

Igual que hay que seguir usando la mascarilla más allá de la vacuna, hay que seguir conectados con el Señor, en el nivel individual y en el nivel comunitario, ya sea en forma virtual o presencial.

Y Jesús lloró

“Y Jesús lloró”, fue la noticia y sorpresa de los que incrédulos vieron a Jesús derramando lágrimas.

“Y Jesús lloró” es el mensaje consolador y válido para los que hoy, en plena pandemia del COVID-19, lloramos los seres queridos que han partido, y a los cuales muchos no pudimos ni siquiera decirles adiós, ni acompañarlos a su última morada. Jesús nos sale al rescate con este versículo que muestra el corazón humanamente adolorido ante la muerte de su amigo Lázaro.

Refiriéndose a este versículo, el más corto de la Biblia, el 29 de marzo del 2020, Quinto Domingo de Cuaresma, el papa Francisco lo llamó ‘domingo del llanto’. Dijo que a los que no puedan llorar con el otro y por el otro deben orar en la Santa Misa: “Señor, que yo llore contigo, que llore con tu pueblo que en este momento sufre.

Desde este altar, desde este sacrificio de Jesús, que no se avergonzó de llorar, pedimos la gracia de llorar”. Según los psicólogos, la tristeza es una parte del duelo, y una de las etapas necesarias en el proceso de la sanación.

El Evangelio también nos narra que Marta y María estaban muy tristes. El versículo 19 nos dice que muchos habían ido a la casa de Marta y de María para consolarlas por la muerte de su hermano.

Añade que cuando María se levanta para acudir al encuentro con Jesús, “los judíos que estaban con María en la casa consolándola, al ver que se levantaba aprisa y salía, pensaron que iba a llorar al sepulcro y la siguieron”.

El Evangelio también nos presenta el momento del duelo en que se vuelve la vista atrás conectada con reproches en el presente.

Marta y María, las dos hermanas que han estado llorando la muerte del hermano querido le dicen a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Y es que cuando un ser querido se marcha, la impotencia de no poder evitarlo nos hace culparnos.

Elizabeth Lukas, autora del libro “En la tristeza pervive el amor”, nos dice que “la «vista atrás» con una intención de reproche coarta la libertad” porque puede dar lugar a profundos resentimientos en el corazón.

Aclara “que el si yo hubiera… », «ojalá hubiera…»— son estériles compañeros de viaje que se tambalean tras un tren del tiempo que ya ha partido”.

En el Evangelio, Jesús sale al rescate de estos sentimientos negativos que invaden a las hermanas. Contesta cada reproche en forma diferente, pero siempre validando su dolor.

A Marta le dice: “Yo soy la Resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. ¿Crees esto?”. Ante el reproche de María usa una metodología válida para todos los casos y situaciones: ¡Llora con ella! Luego actúa.

La humanidad y la divinidad de Jesús se funden. Camina hasta la cueva donde está enterrado el amigo, dispuesto a enfrentarse a la muerte.

Marta, a quien su dolor no le permite ver más allá, interpela a Jesús y le dice que su hermano ya huele mal.

Jesús la mira, la entiende, y una vez más, con paciencia y dulzura, reprocha su incredulidad: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?”.

Gracias, Señor Jesús, por llorar con nosotros y por nosotros. En medio del dolor y del llanto, permítenos ver tu gloria resucitándonos a una vida nueva.

Hambre de amor en tiempos de COVID-19

Febrero, el mes del amor, nos recuerda y anima con chocolates y corazones que debemos celebrar el amor. Sin embargo, las preguntas borbotean en nuestro cerebro.

¿Cuándo podremos abrazar a los que se fueron para siempre sin recibir nuestro abrazo de amor?

La respuesta nos paraliza el alma: ¡En este mundo, nunca más!

Muchos vieron al ser querido por última vez cuando la ambulancia los llevó al hospital. Muchos los vimos en una videollamada o en el Zoom.

El recuerdo hace palpitar el corazón rápidamente; el vacío del luto se hace presente y el deseo de ver al ser querido de nuevo se agiganta con una hambre de amor que nada la saciará.

El consuelo es mirar al cielo implorando la gracia del amor de Dios. ¿Cuándo nos podremos reunir en familia? ¿Cuándo podremos recibir abrazos sanadores de los seres amados? ¡Cuando nos vacunemos!, responde la esperanza; ¡cuando Dios quiera!, responde la fe.

Y mientras tanto, el hambre de amor sigue creciendo porque los contagiados, y efectos del contagio siguen. Las víctimas del virus deben aislarse en sus casas, y con síntomas o sin síntomas, deben sufrirlos en soledad.

Los más enfermos acuden a los hospitales, y solos en sus cuartos, sin poder ser visitados por sus seres queridos, buscan de diferentes formas saciar su hambre de amor.

Las luces reflectoras, las batas blancas, los rostros cubiertos con mascarillas, les hace anhelar como nunca una voz y unas miradas que les suene a caricias de amor, de ánimo y de esperanza.

Y mientras los números de los contagiados suben y la lista de muertos crece cada día, el resto del mundo sigue andando. Muchos parecen haber caído en la indiferencia, como si sus sentimientos se hubieran congelado; o como si el cansancio hubiera mutilado sus fuerzas.

Y es que, a este punto, después de once meses de pandemia, cada uno sobrevive y entierra sus muertos como puede.

El camino de la pandemia se ha hecho largo. No hay fiesta en el calendario que no hayamos cruzado.

Todo empezó en marzo del 2020. Ya llegó febrero del 2021, el mes del amor, la fecha que nos faltaba para completar el año. ¿Cómo celebrarla? Los terapistas dicen: “Abrácese usted mismo”.

La Iglesia te enseña: “Déjate abrazar por Dios”. El corazón humano practica el primer abrazo, y anhela el segundo; pero busca desesperadamente un tercer abrazo: uno que sacie el hambre de amor del corazón humano.

El mundo externo habla más de malas noticias que de buenas. Las malas nos hablan de crisis políticas, de un aumento en suicidios, de jóvenes deprimidos, de niños que lloran más de lo común, de familias donde se ha desarrollado la violencia doméstica, de parejas que han roto sus compromisos de amor; de mesas donde falta la comida y de desamparados que no pudieron pagar sus rentas; de Iglesias semivacías; y mucho más.

¿Dónde están las buenas noticias? ¿A dónde te fuiste amor? Las respuestas podemos encontrarlas mirando la Cruz.

Allí está la esperanza, el verdadero amor, el incondicional, el que nunca falla. En el mes del amor recitar una poesía puede sanar el alma.

El soneto “A Jesús Crucificado”, del siglo XVI, atribuido a algunos autores, entre ellos, a Santa Teresa de Ávila, nos puede ayudar.

Recitemos la siguiente estrofa mirando la Cruz:

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte clavado en esa cruz / y escarnecido; muéveme el ver tu cuerpo tan herido; muévenme tus afrentas y tu muerte.

Los invito a completarla con sus propios versos.

Este es el mío:

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte en la mirada incierta del niño y desvalido muéveme el verte en el mundo tan herido muéveme tu amor entregado /con tu muerte.

Lecciones aprendidas en el 2020 que se llevan al 2021

¿Qué aprendí en el 2020? Cada uno de nosotros tiene no una lección; sino muchas; lecciones que nos marcaron para siempre. Aprendí que respirar es un regalo del que no nos habíamos percatado plenamente, hasta que vimos gente muriendo buscando aire a través de máquinas de oxígeno. Aprendí que la vida es un precioso don que no apreciamos hasta que nos vemos amenazados por un enemigo invisible que al entrar a nuestro cuerpo puede privarnos de ella. Aprendí que la alegría de estar con otros puede ser reemplazada por el temor que nos lleva a distanciarnos, y a usar mascarillas que disfrazan nuestros rostros y ocultan nuestras sonrisas.

Uno de los aprendizajes más duros ha sido el de aceptar que tu familia se aleja de ti porque te ama; pero como esta forma de amar no la entiende el corazón, empiezas a ser víctima de la pandemia emocional: tu sistema mental y físico se debilita y otras enfermedades se apoderan de tu cuerpo y de tu alma. Para debilitarte más, aprendí de una forma cruel que los duelos no se cierran cuando no se pudo estar con el ser querido; cuando no se pudo tocar su mano y darle el último beso; cuando no se pudo acompañarlo a su última morada. Te quedan heridas de las cuales ni siquiera puedes hablar. Pero también aprendí que los duelos no consisten solamente en perder a un ser amado; los duelos son múltiples y universales. Todos hemos perdido sueños, planes y empleos. Habría que hacer un rito sanador para todos los que poblamos el planeta Tierra.

Aprendí que todos y cada uno vive su propio Getsemaní, pero que cada uno lo vive diferente de acuerdo a su edad y circunstancias. Aprendí que al no tener acceso a los abrazos, hoy los ansiamos y necesitamos como la mejor medicina para sanar nuestros temores, soledad y dolor. Aprendí que la soledad no es solo la ausencia de personas; es también y sobre todo, la soledad del alma, aquella que nada ni nadie puede llenar; que necesitas acudir a Dios como el sediento acude al agua porque Él es el único que permanece, el único que no se muda. Aprendí que cuando te parece que nada tiene sentido, es cuando más necesitas buscarle el verdadero sentido a la vida. Y en el aspecto práctico, ¡aprendí a lavarme las manos bien y con frecuencia!

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¿Qué me llevo al 2021? Me lo llevo todo porque la fecha solo cambia en el calendario, pero no en el corazón. Lo que hemos vivido continúa porque estamos en medio de un proceso, y este es un peregrinaje interno que va cambiando y madurando de a poco. Aprendí que la única persona que puede decidir cambiar mi interior soy yo. Para ello, en primer lugar, es necesario permitirle a Dios que entre en nuestra alma para que en el camino nos vaya sanando; para que nos dé la gracia para procesar de forma positiva y saludable cada emoción, cada experiencia. En segundo lugar, es necesario buscar ayuda en el nivel corporal, emocional y espiritual.

Me llevo la conclusión de lo aprendido en el 2020: que solos no podemos, que necesitamos a los otros; que necesitamos a Dios. Es preciso salir de nosotros mismos, renovar nuestra mente, como dice San Pablo en Romanos 12,2; dar gracias todos los días por todo y en todo (1 Tesalonicenses 5,18); vivir cada día conectados a Dios; y a los otros. Solo así veremos y viviremos frutos de amor, paciencia y regocijo en el 2021.

 

Monólogo navideño en tiempos de pandemia

¿Qué voy a hacer en la Navidad? No sé, quisiera que este año tuviéramos la opción de saltarnos esa fecha. Es que está en el calendario. Pasarla sin pensar en ella no es una opción. ¿Quiere decir que no me queda más remedio que aceptarla?

Puedo hacer varias cosas: lamentarme, deprimirme, quejarme, llorar… No, eso no me gusta. El lamento trae más lamento, la depresión me hunde, las lágrimas me hinchan los ojos, y los recuerdos dolorosos de lo que ha pasado en este 2020 me dan taquicardia.

Ya veo, mirar hacia dentro de mí no es solución. En mi alma hay un vacío profundo que dejó el ser que me dio la vida; en mi corazón veo los rostros de los muchos que tendrán sillas vacías este año en sus mesas.

Oh, no, la depresión quiere anidar dentro de mí. Escucha, mira hacia afuera, y luego vuelve hacia adentro, verás que regresas acompañada.

¿Cómo es eso? Mira, haz una lista de niños a los que puedes ayudar, y entre ellos, recuerda al Niño Jesús, la razón de la Navidad.

¡Ah, el Niño Jesús! Tengo uno bello, el mejor de todos. Era de mi madre y tiene ropita cosida con sus manos. Un vestido es rosado y el otro amarillo. ¿Cuál le pondré? No importa el color.

Mejor pregúntame: Niño Jesús, ¿A qué niños representas?

Represento a todos: al huérfano, al que perdió a su madre o padre durante esta pandemia, al que anhela recibir un juguete; al que tiene hambre; al que se siente solo y con hambre de amor; al que se siente prisionero en esta pandemia y no puede salir; al que acaba de nacer y llora por primera vez; al bebé que sonríe treinta veces al día porque se siente amado y no sabe la crueldad del mundo; al que está enfermo con cáncer y tiene esperanza de salvarse.

Represento a todos.

¿Quieres darles una mano? Dime Niño Jesús, dime cómo puedo ayudarlos. Te espero en el Sagrario, en el de tu corazón, o en el de la Iglesia.

Te daré una lista.

Arregla tu mesa navideña, y en las sillas vacías coloca el nombre y la foto, si la tienes, de un niño que en un lejano lugar va a tener un regalo tuyo, un regalo de oración, un regalo comprado en mi nombre. Qué buena idea. Ya llegaron a mi corazón los nombres de siete niños, aparte de los nietos.

¿Y luego qué, Niño Jesús?

La soledad sigue allí; la nostalgia se acrecienta con los recuerdos. Da gracias por las Navidades vividas. Sonríe. Llama a tus amigos y seres queridos, abraza al que esté contigo. Da gracias porque vives y porque en medio de la soledad mi luz brilla. Recuerda que así fue la primera Navidad y así seguirá siendo, si tú lo permites.

Luego canta hasta que tu voz resuene en un eco: “25 de diciembre, fun, fun, fun (bis). Un niñito muy bonito ha nacido en un portal, con su carita de rosa parece una flor hermosa, fun, fun, fun”.

Asiste a tu Iglesia, y con una sonrisa que no se ve porque la mascarilla cubre tu boca, pero se refleja en tus ojos, levanta tus manos hacia Mí, y hacia los demás.

Aliméntate con mi Cuerpo y mi Sangre. Sentirás que la esperanza y la paz han renacido una vez más, en tu corazón y en el mundo.

Una feliz y bendecida Navidad a todos.

La Iglesia de Dios

“Mi amigo es de otra iglesia”, le decía el muchacho. Su madre le respondía: “¿Cómo de otra iglesia? Solo hay una iglesia”. Así están las cosas. Una discusión teológica en la cocina con el hijo.

Esto nos lleva a preguntarnos, ¿qué es la iglesia? Muchos responderían con los numerosos edificios dedicados el culto en Nueva York. Otros pensarían en los distintos grupos llamados iglesia, como ha mencionado el muchacho. Quizá sea conveniente volver a las páginas de la Biblia.

El término “iglesia” en hebreo significa “llamar”, “convocar”. Todos “llamados” o reunidos constituían la “asamblea”. En el antiguo Israel se la reconocía como “la asamblea del Seňor”. Siempre era convocada para un acto religioso. Con ocasión se menciona la asamblea del Señor a los pies del Sinaí, junto a Moisés. Él reunió repetidas veces la asamblea en la peregrinación por el desierto o en las estepas de Moab antes de llegar a la tierra prometida. Años más tarde, David reuniría la asamblea en Jerusalén y Salomón convocaría la gran asamblea en el nuevo templo. En Israel la asamblea tenía un significado profundamente religioso. Así cantaba el salmo: “Para ti mi alabanza en la asamblea”.

Posteriormente, la palabra hebrea asamblea se ha traducido indistintamente por iglesia y sinagoga, al ser dos términos casi sinónimos, como lo interpreta el apóstol Santiago.

Resulta lógico que Jesús, al fundar la comunidad de Dios en continuidad con el antiguo, la designara iglesia, el nombre bíblico de la asamblea religiosa. Entre el Israel de los patriarcas y la nueva Iglesia hay a la vez ruptura y continuidad. Así el nuevo testamento aplica al nuevo pueblo de Dios los nombres del antiguo, pero mediante transposiciones y contrastes. La nueva Iglesia es Israel, espiritual y carnal.

Jesús va a crear una nueva asamblea, para ello convoca y forma a los doce, que serán las cabezas del nuevo Israel. Les revela los misterios del reino; él es el pastor del pequeño rebaño anunciado por los profetas. Elige a Pedro como su jefe, diciéndole: “sobre esta piedra edificaré mi (asamblea) Iglesia”.

A este pequeño grupo se le designará con el nombre bíblico, sinagoga o iglesia. Es el “Israel de Dios” o la “iglesia del desierto”. Así se les llamaba a los primeros cristianos. Después de la resurrección de Jesús recibirán la orden de enseñar y bautizar a todas las naciones. Empiezan a visitar pueblos y ciudades, entrar en las casas, participar en sinagogas, anunciar el Reino. En un momento delicado no dudan en convocar a todos los apóstoles a una gran asamblea, que se calificó como el Concilio de Jerusalén. Con un irresistible dinamismo se lanzan a predicar esta asamblea.

Entre los mandatos del Señor hay uno que define claramente a la nueva asamblea. Aparece en el evangelio de Juan diciendo: ”Que todos sean uno”. En otras palabras, solamente hay una Iglesia. Si se habla de la otra Iglesia, ya no se trata de la obra del Señor. Inventar es fácil y puede ser bonito, pero resulta engañoso.

La formación de “otra iglesia” puede estar de moda, porque es más bonita, más acogedora, más de hoy día. Pero ésa no es la iglesia del Señor. Así lo dijo, la Iglesia es una. ¿Sabías que tu iglesia es continuadora de la asamblea de Israel y es única?